
El pasado 14 de febrero se llevó a cabo un sentido homenaje público al poeta David Huerta. Fue en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, y participamos Coral Bracho, María Baranda, Hernán Bravo Varela, Marcelo Uribe y yo. Unos meses después, en mayo, Eugenia Huerta publicó una hermosa plaquette titulada David Huerta: el poeta y su sombra, que recoge los textos leídos en la ocasión. Reproduzco tres páginas del que yo leí.

Corto viaje a Querétaro (fragmento)
David Huerta fue un profundo conocedor de la tradición y la historia de la poesía, y no sólo de nuestra lengua, sino también de la inglesa, pero fue sobre todo un gran poeta, ambicioso, culto y fino, que hasta el final estuvo probando nuevas formas de expresión. Su último libro publicado en vida, que tardó mucho en salir de imprenta, lo que lo mantuvo atribulado durante largos meses (cosa que, a la luz de los acontecimientos, ahora entiendo mejor que antes), y cuya lectura he retrasado a propósito pensando en que todavía me aguarda un tesoro por descubrir, es El viento en el andén, que el brillante crítico Luis Vicente de Aguinaga ha calificado de novela, un género que David, al menos hasta donde yo sé, no había cultivado con anterioridad.

Su trabajo está recogido en sus libros, por supuesto, pero también ha quedado en la cátedra, en las conferencias y clases que dio con talento y seriedad, e incluso en las presentaciones de libros, a las que decía que había renunciado asediado por la cantidad y acaso la falta de calidad de algunos de ellos, pero en las que nunca dejó de participar, generoso también en eso. Por su triple faceta como autor de libros brillantes, de profesor de dos universidades y notable conferencista, fue un extraordinario maestro de poesía, sin duda el más importante que ha tenido México en los últimas décadas. La prueba está en que consiguió contagiar el interés por la mejor literatura a una inmensa cantidad de jóvenes sin rebajarse a simplezas o a cursilerías, con el ejemplo de la suya propia, desde luego, y la de los autores que le gustaban, entre ellos sobre todo Góngora, una poesía compleja e incluso en ocasiones especialmente difícil.

Cuando ganó el Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en el acta del jurado se habló de su “fraterna inteligencia”. De entre las virtudes de David alguien destacó, con verdadero tino, aquella que acabó convirtiéndolo en una especie de hermano mayor de muchos de nosotros, en la que quizás había algo del espíritu del 68 que lo inspiró en otros tiempos, y eso, una fraternidad inteligente desarrollada alrededor a él fue lo que yo atestigüé en diciembre de 2021, en Querétaro, a sólo diez meses de su muerte. Allí, durante los tres días que duró nuestra estancia, lo vi más tranquilo y contento que nunca. No es que renunciara a sus antipatías y sus fobias, pero delante de los colegas, o al menos por lo que yo vi, las vivía depositando en ellas un grano de sal como si en algún lugar cupiera la posibilidad de que estuviera equivocado o no hubiese actualizado esos sentimientos, a la luz de los nuevos tiempos y de lo que cada día podía suceder.

Vio con ojos maravillados, bajo el cristal de los escaparates donde se exponían, las primeras ediciones de López Velarde. Luego, en la biblioteca que custodia Federico de la Vega, y más tarde, en la casa que nuestro amigo editor comparte con Diana Rodríguez, tuvo en las manos algunas joyas inusitadas: un devocionario firmado en propiedad por el padre Hidalgo, un autógrafo de Maximiliano de Habsburgo. También, la edición príncipe de la célebre antología de poesía mexicana de Jorge Cuesta, y primeras ediciones, muchas primeras ediciones, de Tablada, de Villaurrutia y otros… Los que estábamos presentes atestiguamos cómo lo estremeció una edición de San Juan de la Cruz del siglo XVII.

En las mesas de trabajo, lució esa serenidad que David tenía para hablar en público, en perfecto orden, atendiendo a los detalles importantes, mostrándose tan claro en sus explicaciones que podían ser comprendidas por cualquiera. En la dedicada a López Velarde, aunque quizás aquí me falle la memoria, pero no importa puesto que aquel fue uno de los principales hallazgos literarios del año velardiano, se refirió a su lectura de los versos finales de “La suave Patria” como un triunfo petrarquista, lo cual, por lo visto, no había sido observado anteriormente, y que más tarde sancionó Martha Canfield, la gran estudiosa del poeta zacatecano, a quien la propuesta le pareció tan novedosa como satisfactoria.

Al día siguiente, en la lectura de poemas, se dio el lujo de leer de las páginas de su antología española, de la que traía consigo uno de los primeros ejemplares. En las comidas y las cenas que siguieron a las mesas gozó encontrarse con viejos y nuevos amigos, con quienes conversó con animación, e intercambió anécdotas y libros. Estaba cómodo, se sentía en confianza, y por lo tanto pudo ser libremente quien era, a punto siempre de ofrecer su cercanía y su disposición, su complicidad, su adhesión empática.

Como una resaca fenomenal, con la tristeza y el bajón de ánimo de una cruda vivió David las semanas que siguieron a nuestro regreso de Querétaro. Durante largos días expresó la nostalgia que pesaba sobre él por haber perdido aquellos días de inteligente y limpia camaradería que él hubiera querido que se prolongaran a su regreso en la Ciudad de México. Recuerdo que antes de dirigirnos hacia la estación de autobuses, todavía en el hotel, cuando habíamos ya sacado nuestras cosas de los cuartos, cuyas puertas estaban una frente a la otra, y nos encaminábamos por el amplio pasillo hacia el elevador, le pregunté si traía los boletos del autobús, que él se había encargado de guardar. Se palpó la ropa, metió la mano en el bolsillo interior del saco, abrió la cartera, revisó los compartimentos de la maleta de mano, hasta convencerse de que no los traía. Volvimos a su cuarto y nada más abrir la puerta los vimos en el suelo, en un rincón, al lado del escritorio, uno encima del otro. Nos fuimos riendo en el taxi, divertidos pero también un tanto nerviosos porque íbamos algo tarde, y creo recordar que ya entonces me rozó la idea de que aquello bien podría interpretarse como una suerte de acto fallido no consumado.