
Parece que trompica, se hace bolas, se exaspera. Octavio Paz está en la búsqueda del árbol que hay detrás de la palabra “trueno”, pero no es capaz de conseguirlo. La confusión dura unos segundos y resulta especialmente simpática. No ponemos en duda su grandísimo amor por los árboles y las plantas; en realidad, la presencia de todos aquellos inmensos follajes, esos fresnos y bugambilias, o aquel nim inolvidable, es una de las singularidades que más nos gustan de su poesía. Sin embargo, nadie que desee saber a qué árbol se refiere determinada palabra, va al diccionario a intentar averiguarlo.

No al diccionario a secas, quiero decir. Paz, que en algún lugar se refirió a él afirmando que el diccionario era su “hermano mayor”, parece ignorar que aquel pariente nuestro, el cual nos precedió en el nacimiento de una madre común, y en cuyas venas circula la misma sangre que en las nuestras, y al que volvemos una y otra vez para conocer lo que él averiguó mucho antes que nosotros, sabe de palabras, de casi todas las palabras, pero casi nunca de plantas o de árboles, y que su conocimiento de la naturaleza, empezando por los humildes truenos de nuestras banquetas, resulta notoriamente limitado. Es con palabras, por supuesto, y no con ideas o árboles, como se hacen los poemas; pero para conocer la especie a la cual pertenece determinado individuo, aun cuando lo invoquemos con el único objetivo de plantarlo en una página, es necesario hacer un esfuerzo de otro orden. De ahí que, esta vez, Octavio Paz haya caído en lo que llamó, aunque un tanto ofuscado, graciosamente, “la perversidad de los diccionarios”, esto es, las “definiciones circulares”.

Como se verá más abajo, cuenta el poeta que, en el Mixcoac de su infancia, aparecieron de pronto unos “arbolillos” que le gustaban, colocados como “patrullas de centinelas inmóviles” —igual que irían apareciendo en muchos otros rincones de lo que terminaría siendo la gran ciudad, precisamente para “aliviar” las calles, como dice él con expresión perfecta, o alinearlas, cuando acababan de ser trazadas. El nombre de esos arbolillos lo desconcertó: “trueno”; eso fue así hasta que un hermano lasallista le explicó que la palabra, en esa acepción, provenía de la lengua francesa. La definición dada por el hermano Antoine, o la idea con la que Paz se quedó (¡“unos arbustos”!), es muy pobre, pero incluso esa pobreza resulta simpática. Viene entonces el pasaje que me interesa, tan circular como aquello que evoca:
“Esa tarde busqué en el diccionario francés-español el significado de troène: alheña. Ante esa palabra árabe mi confusión fue mayor. Seguí buscando y encontré otro enigma, ahora latino: ligustro. Pero ¿qué es ligustro? Alheña. ¿Y qué es alheña? Ligustro. Perversidad de los diccionarios: las definiciones circulares”.

La lectura del espléndido libro Odi et amo, las cartas a Helena, de Octavio Paz, en edición de Guillermo Sheridan (Siglo XXI Editores, 2021), me he hecho redescubrir un bellísimo ensayo memorioso del gran poeta mexicano. Allá a finales de los años ochentas, el gobierno de la Ciudad de México propuso a Paz que un jardín entre las avenidas Revolución y Patriotismo llevara su nombre. El poeta primero aceptó de buen grado, pero a los pocos días, después de hacer una visita al lugar, cambió su decisión. Para acompañar su rechazo a la propuesta, escribió un ensayo sobre los largos años que vivió en el viejo pueblo de Mixcoac, mucho antes de que la ciudad terminara devorándolo y reduciéndolo en buena medida a la destrucción.

La alusión, en una de las notas del libro de Sheridan, a esa carta fechada el 9 de mayo de 1989 y dirigida a Alejandra Moreno Toscano, funcionaria responsable del proyecto, me llevó a volver a leer el texto de Paz, “Estrofas para un jardín imaginario (ejercicio de memoria)”, el cual apareció en Vuelta, número 153, de agosto de 1989, página 11.

Ese texto fue el que hizo que mi amigo Alberto Kalach y yo escribiéramos, por iniciativa de mi amigo arquitecto, a quien irritó la negativa de Paz, por parecerle que su actitud revelaba ignorancia sobre la naturaleza de las ciudades, una carta al diario Excélsior que nunca fue publicada. Volveré a ese tema en cuanto aparezca el libro que la editorial Arquine ha dedicado a la obra de Kalach, y en donde me referí por extenso a aquella pequeña aventura de hace más de treinta años. De momento, destaco y comparto, del texto de Paz, que recomiendo encarecidamente leer completo, el párrafo en que menciona los truenos, esos árboles tan caros para el paisaje de la ciudad que han merecido diversas reflexiones en este blog a lo largo de las últimas semanas.

Estrofas para un jardín imaginario (ejercicio de memoria) (fragmento)
por Octavio Paz
La calle de San Juan era también ancha y sinuosa como la de la Campana. Además, era interminable. No tenía la melancolía de las Flores ni el señorío de la Campana. En cambio, era familiar sin vulgaridad, reservada sin hosquedad, modesta sin afectación. Me recordaba a mi madre, que me decía: procura ser modesto, ya que no humilde. La humildad es de santos, la modestia de gente bien nacida. De trecho en trecho, para aliviar el camino, habían plantado, como si fuesen patrullas de centinelas inmóviles, grupos de truenos. Me encantaban esos arbolillos aunque no acertaba a descubrir su relación con los truenos que me estremecían en las noches de temporal. Uno de mis profesores en el colegio de El Zacatito, el hermano Antoine, me aclaró: no son truenos sino troènes. En francés, unos arbustos. Respondí aturrullado.

Esa tarde busqué en el diccionario francés-español el significado de troène: alheña. Ante esa palabra árabe mi confusión fue mayor. Seguí buscando y encontré otro enigma, ahora latino: ligustro. Pero ¿qué es ligustro? Alheña. ¿Y qué es alheña? Ligustro. Perversidad de los diccionarios: las definiciones circulares. La calle de San Juan, como todas las de Mixcoac, estaba empedrada. Los años, las inclemencias naturales y la incuria municipal habían dañado el pavimento. En la temporada de lluvias la calle se volvía un riachuelo impetuoso. En las tardes, a la salida del colegio, nos quitábamos los zapatos para chapotear en el agua lodosa. En septiembre, cuando disminuyen las lluvias, los charcos eran numerosos. Yo veía las nubes navegar pausadamente sobre el agua estancada. A veces, presididos por unas burbujas, aparecían diminutos batracios. En la estación seca la tierra era fina y de color ocre. Las canicas trazaban sobre el suelo geometrías fantásticas y los trompos dibujaban vertiginosas espirales.

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