Esta semana estrené la aplicación de reconocimiento de aves de la Universidad de Cornell que Chicu tiene en uso desde hace unos meses, y que asimismo utiliza mi ahijada Fernanda, como acabo de enterarme, en su clase de ornitología en la Academia Exeter, en New Hampshire, donde cursa la preparatoria (la escuela, por cierto, para la que hizo la biblioteca nada menos que Louis Kahn).

Aspecto del interior de la biblioteca de la Phillips Exeter Academy, obra de Louis Kahn (1972), en fotografía de mi sobrina y ahijada Fernanda Escalante Fernández.

Fue mañana del jueves: un pájaro, visto por mí en otras ocasiones y a diversas distancias, una suerte de gorrión al cual parecería que le hubiese caído encima una discreta mano de pintura roja, hizo lo que nunca había hecho: se posó durante unos tres larguísimos minutos en el barandal de mi terraza, a escasos dos y medio metros desde donde yo, del otro lado de la ventana, abierta en ese momento, trabajaba en mi computadora, y estuvo largamente declarándose a voz en cuello, como invitándome a probar la aplicación del teléfono. La información acudió en un segundo a la pantalla: según lo que leí en ella, el personaje que se presentaba voluntariamente a la prueba era un pinzón mexicano (Haemorhous mexicanus), un capodaco doméstico, como leo en línea que también se llama, un camachuelo del país.

Camachuelo mexicano, según la imagen que tomo prestada de eBird.org.
Es obra de Martina Nordstrand.

Me hizo gracia que fuera ese pájaro puesto que un congénere suyo, o mejor dicho un individuo que era cruza de la misma especie, aparece en uno de los capítulos finales mi libro Oriundos (“Una semana en El Arahal”, Cataria, 2018, pág. 219), el que recoge el relato de la visita que hice, allá a principios de siglo, a una anciana prima de mi abuelo en el pueblo en que había nacido y donde murió poco más tarde, El Arahal, ubicado a unos 45 kilómetros de Sevilla.

Carmen Fernández Romero, tal como la retraté a principios de siglo en su casa de El Arahal, Sevilla.
Foto: FF

Carmen Fernández Romero andaba cerca de los noventa años; era la primogénita de una familia de seis hijos para entonces muertos todos, ninguno de los cuales tuvo descendencia, por lo que habitaba en una soledad casi perfecta en una hermosa y estupenda casona que daba la impresión de estar vacía, de aquellas tradicionales de zaguán, dos patios, pozo y soberados.

Los seis hermanos Fernández Romero. Para cuando estuve en su casa, a principios de siglo, todos habían muerto excepto la primogénita; ninguno tuvo descendencia. Carmen es la niña de la derecha, la que lleva un abanico en la mano. Foto: Archivo de FF.

En cuanto supe de la existencia de esa tía abuela con la que no contaba, hice el viaje desde Asturias, entusiasmado por la posibilidad de obtener de ella un testimonio sobre la historia de las emigraciones de la familia desde una perspectiva nueva para mí. Mi interés era especialmente grande porque para entonces, cuando el plan de regreso a México rondaba ya en mi cabeza, mis fuentes de información habían quedado agotadas. Ocurrió, sin embargo, que nada más llegar, al estrecharla en los brazos y conversar por vez primera con ella, me di cuenta de que iba a tener que enfrentar un pequeño obstáculo: Carmen lo había olvidado todo. Esa circunstancia marcó los singulares y coloridos días que pasé en su compañía, tal como están reseñados en Oriundos.

Oriundos (Cataria, tres ediciones: 2018, 2019 y 2020).

La mañana anterior a mi partida, conmovido por su caso (sin familiares de ninguna especie, al final de su existencia, sin memoria, en aquella inmensa casa sin nadie), decidí regarle un pájaro. Quise con ello aprovecharme del hecho de que, a diferencia del resto de los muchos ancianos que aparecen en Oriundos, Carmen Fernández, entre todas sus carencias y pérdidas, había conservado un oído perfecto. Opté por un bello ejemplar de cabeza y pecho rojizos que me gustó desde que el momento en que lo vi entre los muchos en venta en una tienda de animales a la que acudí pretextando un paseo por el pueblo, cuando me dijeron que era una cruza de camachuelo mexicano.

Página 227 de Oriundos.

Como todavía no manejo como es debido la aplicación (que sin duda permite grabar las escuchas), tuve que poner en marcha la función de notas de audio de mi teléfono y grabar así el chorro de voz que el capodaco, dándonos la espalda a Madrina y a mí, proyectó contra el follaje de los vecinos truenos, hacia donde seguramente estaba aquella o aquellos a los que se dirigía. También por esa causa no tengo imágenes del momento. Por la duración de lo grabado, un minuto largo, se me creerá que el pájaro estuvo charlando animadamente los tres al menos que dije más arriba. Reproduzco gustoso el audio para que sea apreciado por quienes tengan la curiosidad suficiente; los menos impacientes notarán que, sobre todo hacia el final de los sesenta segundos del archivo de audio, se escuchan los lamentos de la gatita, la hermosa Madrina que siempre está a mi lado, quien vivió con felina fascinación la visita de nuestro amigo camachuelo.

(Toma de audio hecha con mi teléfono. ¿Se trata realmente de un camachuelo mexicano, como dijo la aplicación? La confirmación y/o corrección de ese dato será muy agradecida.)

Rincón de la casa de Morón número 7, El Arahal (Sevilla), donde Carmen Fernández vivió hasta su muerte.
Foto: FF

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