
Había tomado la decisión de regresar a México: estaba a punto de quedarme sin dinero y ya no quedaba trabajo por hacer. Los ancianos de mi familia habían terminado por hartarse de mí, o estaban muertos. Fue entonces cuando alguien mencionó a Carmen. ¿La conocía? ¿Me hablaba con ella? ¿Había ido a visitarla? Relativamente tarde en mi estancia en Asturias, caía en la cuenta de que en la otra punta de España, en un pequeño pueblo de la campiña de Sevilla, vivía todavía una prima hermana de mi abuelo con la que no había establecido ningún género de contacto. Era hija del hermano mayor del maestro de Asiego; andaba camino de los noventa años; el pueblo donde vivía se llamaba El Arahal: no era posible, al menos no en ese momento, saber nada más. De manera totalmente inesperada surgía ante mí la posibilidad de un nuevo informante, sin ninguna duda el último, de las historias que llevaba reuniendo un lustro casi, contadas esta vez desde una perspectiva que ni siquiera había imaginado.

Eché a volar las expectativas sobre las anécdotas que tenía que haber retenido, las fotografías y las cartas que seguramente podría compartirme, el relato de las cosas de Asturias y México contadas desde un rincón de Andalucía. Me pareció irresistible acudir a visitarla y de ese modo intentar enriquecer, además de mi conocimiento de la singular familia de mi abuelo, la galería de ancianos con los que había convivido durante el último lustro. La historia de mi viaje a Sevilla y los días que pasé en la casa de Carmen Fernández Romero en El Arahal, Sevilla, están contados en uno de los últimos capítulos de Oriundos. Reproduzco aquí ese capítulo, para que lo conozcan quienes siguen este blog.

Una semana en El Arahal
Se quedaron en Asturias o emigraron a México. Sólo hubo una excepción: el primogénito del Tío Vicente Fernández de Asiego emigró a Sevilla en los albores del siglo xx. En un pueblo llamado El Arahal, famoso por su casino y sus olivas, emparentó con una familia aristocrática venida a menos y tuvo seis hijos. Para cuando me interesé en el asunto aún vivía una prima hermana de Santos que durante largos años se había mantenido en contacto con Pepina Mier. El recuerdo de las avellanas rodando por una pendiente de Pamirandi y quizás sobre todo la muerte de Quilo el Viejo, influyeron en mi ánimo: un día pedí su dirección y le escribí.
Su respuesta me llega una semana más tarde. En una letra que no puede ser la suya, la prima andaluza de Santos manifiesta su sorpresa por la llegada de una carta de Asturias, se felicita por la aparición de un familiar con el que no contaba y me da un teléfono. Llamo. Una voz ceceante y llena de inflexiones de ternura, al mismo tiempo urgente y perentoria, me asegura una y otra vez que está sola y me pide que vaya a visitarla. Le hago todas las preguntas imaginables, pero más allá de enterarme de que tiene casi noventa años, que sus cinco hermanos han muerto y que ninguno tuvo descendencia, y que por lo tanto está completamente sola, no consigo averiguar nada más. Ella me pregunta a su vez si yo también estoy solo, que si tengo mujer e hijos, que dónde vive mi madre.
Así que no vuelvo a pensarlo y una mañana tomo un avión a Sevilla, y esa misma tarde el autobús que recorre los cuarenta y cinco kilómetros que hay hasta El Arahal, un pueblo blanco encaramado en una pequeña colina en el corazón de la campiña sevillana. Delante del número 7 de la calle Morón, una casa blanca que contemplo a las últimas luces del día, hago el recuento de las expectativas que he dejado crecer durante el viaje.
La muchacha que me abre me conduce a un cuarto a la izquierda, según he entrado, donde una mujer vestida de negro, con el pelo blanco y los ojos azules, hundida en un sillón con medio cuerpo metido en una mesa camilla, se levanta con notable facilidad, se alza inusitadamente espigada hasta mis ojos, y me dice, con visible emoción, apretándome contra el pecho como si me conociera de toda la vida: “¡Primo! ¡Si mis padres levantaran la cabeza!”.

Pero Carmen, tal como me pareció por teléfono y confirmo ahora en persona, lo ha olvidado todo. Su conversación no va más allá de un puñado de temas recurrentes protegidos del olvido por una serie de frases hechas, casi siempre las mismas. Me temo que ofrecemos una estampa risible: ella, una anciana sin memoria que nada puede ofrecerme; yo, un amateur de las genealogías domésticas tras una pista falsa. Sin embargo, algo entre nosotros, acaso la confianza inmediata que se establece entre ella y yo, me hace asociarla a mi abuela Fernanda.

La asociación se ha fortalecido poderosamente a la mañana siguiente. Y no porque Carmen haya rondado a la puerta de la recámara que me tenía preparada, a mí, que pensaba volver aquel mismo día a Sevilla, y se haya asomado dos o tres veces inquieta por verme despertar, hacerme el desayuno y seguir hablando conmigo, sino porque la algarabía que recuerda la de los niños en el recreo del Colegio Holandés de la calle de Hegel, y que está hecha, aquí sí, de aves, en esta casa funciona también como un surtidor de vitalidad. Los pájaros saltan del limonero al tejado, bajan a bañarse al pozo, se sacuden en medio de espasmos vegetales haciendo un ruido de órdago. A diferencia de la mayoría de los ancianos de este libro, Carmen conserva un oído perfecto por lo que es muy consciente de tanto estruendo. “¡Digo!”, dice, usando una muletilla típica de El Arahal, y añade, señalando el pajaruno jolgorio: “¡El laberinto que tienen!”.

Es verdad que la visita habría valido la pena aun si sólo hubiera sido por ver la casa, centenaria según la fecha en la mirilla del zaguán, un hermoso ejemplo de arquitectura andaluza con dos patios, pozo y aljibe, azotea y soberados. Eso sí, vacía. No sólo de personas; de cosas también: nada ofrece siquiera pistas para saber nada de sus difuntos habitantes. Todo contribuye a hacer más hondo el silencio en el que a estas alturas de mi viaje a la semilla me muevo como pez en el agua: casi no hay fotos en las paredes y los cajones que abro aquí o allá, cada vez que me quedo a solas, quitando imágenes piadosas, estampitas o recordatorios de funerales que se multiplican por todos lados, están siempre vacíos.
Menos mal que en la misma calle vive Consuelo: está postrada en una silla de ruedas pero tiene la misma edad que Carmen, se lleva con ella desde que eran niñas y conserva la cabeza en su sitio. La primera vez que voy a visitarla, del brazo de la prima de Santos, a quien no le cabe en el cuerpo el orgullo de presentar a su “primo de Asturias”, hace que me sienten a su lado. En cuanto Carmen Fernández se distrae, su amiga Consuelo me dice que nada en la historia de aquella familia salió bien: ni los negocios ni la vida en sociedad ni el amor. “Una historia triste, triste”, dice ceceando igual que su amiga, “desde que empieza hasta que acaba”.

La hija de Consuelo, una antigua reina de la Fiesta del Verdeo, y el marido de ésta, nada menos que el cronista oficial de El Arahal, no dejan de celebrar que después de tantos años haya aparecido un pariente de Carmen. Paseo con ellos por el pueblo, tomamos una copa y comemos unas aceitunas prietas, mientras me ponen al tanto de la historia de estos Fernández andaluces. Otros, con menos tacto, conocidos de cerca y de lejos que se enteran del motivo de mi visita, me exponen las habladurías que provocaron a lo largo de los años aquellos oscuros norteños trasplantados a la deslumbrante luz de Sevilla.
Que si eran insondables e inhóspitos y vivieron lo que les quedaba de vida encerrados tras los muros impenetrables de aquella casa.
Que si se metieron en ella una vez que su dueño, un tal Zanoletti del que no consigo averiguar nada más, desapareció sin dejar rastro durante los primeros días de la Guerra Civil, y que acabaron haciendo suya bajo la fórmula de la usucapio, al grado de que andando los años apareció un heredero legítimo que ya no pudo hacer nada por recuperarla.
Que si del lado materno venían, en efecto, de una familia de relumbre en el pueblo todavía en los años anteriores a la República, y que por eso, pretextando una grandeza pasada, al parecer una fábrica de harina que hizo ricos por lo menos a un par de generaciones de antepasados, ninguno de ellos trabajó.
Que si el único que lo hizo fue el más joven, el que tenía la joroba y sufría los ataques epilépticos, misterioso como todos los otros pero apreciado por su sentido humanitario, por cierto el hombre de todas las confianzas del propietario de La Palmera, la empresa aceitunera local.

Que si el hermano mayor era el que se las arreglaba para hacer los “negocios” con los que a pesar de todo se mantenían, quimeras la mejor de las veces, ingenierías de toda suerte de procedimientos picarescos cuyas víctimas pagaban en pasmo y metálico sus ingenuidades y luego no volvían a verlo.

Foto: archivo FF
Que si ocultaron a la hermana menor, de cuya existencia no se supo en el pueblo hasta muy entrada en la juventud, cuando enfermó con riesgo de su vida y hubo que llamar a un médico que la encontró poco menos que tísica, advirtió sobre el riesgo de languidecer mirándose en el agua estancada del aljibe y le recetó huir unas horas todas las tardes del aire enrarecido de aquella clausura. La primera vez que salió, la gente, a pesar de ser día de fiesta, se detuvo estupefacta a mirarla cuando asomó por La Corredera del brazo de uno de sus hermanos mayores, según los testimonios una muchacha en cuya mirada se licuaba una pureza impávida que se imponía al más plantado.
Y por supuesto, Carmen. El pasado actuaba hoy con ironía suprema: ¿no era la responsable, según todos los testimonios, de haber cerrado a cal y canto las puertas de aquella casa, que sólo atravesaban para ir a misa? ¿No había sido Carmen quien impidió que sus hermanos se relacionaran libremente al grado de reprobar los matrimonios de dos de ellos, que de todas formas resultaron estériles? Jamás había dejado que se le acercara un hombre, por lo que nunca tuvo nada que se pareciera a un pretendiente. ¡Amarga fatalidad! Ella, que había sido el eje en torno al que giraba aquella sociedad de personas solitarias, hacía por lo menos dos décadas que había enterrado a la última de ellas y se había quedado, ella sí, ahora sí, completamente sola.

Los retratos coinciden en pintarla como de una sagacidad nada común. Baste contar la forma que encontró para asegurar su situación durante sus últimos años: había aprovechado el interés de un comerciante del pueblo para venderle la casa con la condición de dejarla vivir en ella hasta su muerte. Además del monto total de la transacción, que recibió de golpe, todos los meses percibiría una suma equivalente a una renta. Precisamente por los días en que se llevaba a cabo la negociación, le diagnosticaron un cáncer, lo que convenció al comerciante de la oportunidad del negocio, que repentinamente se volvía más atractivo. Le amputaron un pecho. Vivió unos meses difíciles. Se sobrepuso. De eso habían pasado quince años.

Pero nada, ni de lejos, ni mínimamente, ninguna de las historias que escucho en la calle se parece a lo que ven mis ojos. Envuelta en una batita color azul celeste, Carmen avanza a pasos cortos por la casa, me pregunta una y otra vez sobre mi madre, insiste en que me coma otra naranja. Me pide que retrase mi partida, y una y otra vez que me case en Arahal y me quede a vivir con ella. No entiende ni parece importarle exactamente quién soy, de qué forma vengo siendo pariente suyo o de dónde provengo en realidad. Si a la mención de Pepina Mier reacciona confusamente, de ninguna manera recuerda a nadie llamado Santos y la palabra “Asiego” le suena como ajena a este mundo. En cuanto me pongo a explicárselo, desatiende, desvía la mirada, habla de otra cosa. Asida a una sola certidumbre en un mundo que se derrumba a su alrededor, soy su primo de Asturias y eso basta.

Eso sí: nada consigue atenuar la sensación de tortura que le provoca la soledad. En parte, tiene razón: quitándome a mí, que he aparecido de quién sabe dónde y que me iré para nunca volver, no le queda ningún otro pariente. En parte, no la tiene: tres empleadas, abuela, hija y nieta, repartiéndose el día y la noche, están al tanto de sus necesidades, cocinan para ella y la acompañan. La noche misma de mi llegada y luego todas las de mi estancia de una semana en la casa, apareció por allí la abuela, sólo unos años más joven que Carmen. Mientras ésta es una mujer alargada, blanca como la harina que enriqueció a sus ancestros y habita una suerte de idealidad bañada de nostalgia, Isabel, o “Izabé” como pronuncian ellas, es una octogenaria pequeñaja y regordeta, dispuesta siempre a reírse de cualquier asomo escatológico, que habla un andaluz cerrado, colmado de refranes. El hiperrealismo de su apreciación de la vida contrasta con las obsesiones ligeramente cargadas de locura de su ama. Como ahora, que estamos sentados delante de la televisión encendida: mientras Carmen contempla una vez más la foto de la Escuelina que le he regalado y pregunta nuevamente quién trajo esa imagen y quiénes aparecen en ella, Izabé, agarrada al mando a distancia, insiste en contármelo todo acerca de un torero sobre el que se transmite un programa. “Ezulín”, me dice que se llama. Cuando le digo que no sé a quién se refiere, añade, sin voltear a mirarme, su existencia suspendida en favor de la de la televisión: “¡Ezulín Dumbrique!”.

Todos los días hago lo posible por salir con Carmen a la calle. Cuando me vaya de Arahal, lo que sucederá en unos días, quizás no volverá a hacerlo. Se opone una y otra vez, insiste en que afuera no se le ha perdido nada, argumenta que va a marearse. Al final lo consigo cuando le propongo ir a misa. Entusiasmada, telefonea a la parroquia a ver a qué hora se celebra esta noche. De mi brazo, en la calle, metida en un abrigo negro, me parece todavía unos centímetros más alta. A cuanto conocido nos encontramos le presenta a su primo de Asturias. Desde luego nadie le cree que seamos primos pero lo peor viene en el momento en me oyen hablar: ¿quién puede creerle que soy otra cosa que mexicano?
Cuando volvemos de misa son casi las diez de la noche por lo que me sorprende que la tienda de electrodomésticos esté abierta. Desde hace días tengo el plan de llevarla a comprar otra televisión. No es que le interese ninguna cosa de lo que aparece en la pantalla, pero pasa la tarde sentada delante de un aparato tan viejo que difícilmente se distingue nada en él. En realidad, sólo Izabé, que dice que la suya se ve “musho peó”, es capaz de sacar en claro algo de ella.

Arrastrándola casi, entramos en la tienda. En un escaparate hay una televisión de buena marca, nada cara. Ella me jala a su vez hacia la calle, diciéndome: “¡Vámonos!”. Es tarde: del fondo de la tienda viene hacia nosotros el encargado, un hombrecillo de mediana edad en cuyo rostro se trasluce una irónica suspicacia, provocado sin duda por ver en el interior de su negocio a la señorita Carmen Fernández Romero. Ella se da cuenta y me pregunta, a buen volumen para que la escuche no yo sino él, apuntando con el dedo a la tele: “¿Es para ti?”.
La mañana anterior a mi partida, tuve algo parecido a una inspiración: regalarle un canario. Pensé en su soledad, en la inmensa casa vacía, en su oído perfecto. Averigüé dónde había una pajarería y hasta allá fui, pretextando un paseo a solas. Opté por un simpático macho pardo con la cabeza y el pecho rojos cuando me explicaron que se trataba de una cruza de camachuelo mexicano. Compré también una jaula y alpiste para un mes. De regreso en la casa, coloqué dos clavos: uno en un pasillo interior y otro en el patio, para que Carmen pudiera sacarlo a participar en el jolgorio matutino de sus congéneres. “¡Mira, mira cómo hace con las alas!”, me dice cuando lo contemplamos de cerca. “¡La pechuguita la tiene roja! ¡Qué gracioso! Me vas a dejar un recuerdo estupendo…”.
Y luego, seria, mirándome de lado: “Así que mañana te vas. ¡Te voy a echar de menos!”. Yo le prometo que volveré. En su mirada veo que sabe que no podrá ser. Ninguna cosa niega su leyenda negra como su imagen desamparada, los ojos azules muy atentos a lo que voy a decirle. Le digo que me llevo su cariño. Ella, más seria todavía, me responde: “¡Y yo sin él!”.

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