
Agradezco a mis colegas Roberto Diego Ortega y Julia Santibáñez, respectivamente director y editora de El Cultural, la inclusión, en la entrega del suplemento del pasado fin de semana, de mi plática imaginaria con José Luis Martínez. El más importante editor de López Velarde del siglo pasado me hizo ver que el retrato del zacatecano hecho por Saturnino Herrán en 1916, cuya aparición celebramos en 2018 como cosa inesperada, había sido ya publicado, tal como dejó anotado él mismo en la segunda de las tres ediciones que preparó de la obra del poeta. La “máscara” de López Velarde, como la llama Martínez, fue publicada el miércoles 29 de marzo de aquel año, en el número 28 de Vida Moderna, para acompañar una reseña de La sangre devota firmada por Jesús Villalpando (“Un libro integralmente personal”).

El volumen está en la Biblioteca Lerdo de Tejada de la Ciudad de México. Foto: FF
La visita a aquella publicación afín a Venustiano Carranza y su régimen, conservada en el Fondo Reservado de la Biblioteca Lerdo de Tejada de la Ciudad de México, recrea y satisface algunas curiosidades de quienes nos interesamos en el autor de La suave Patria. Un ejemplo: en sus páginas fue publicado, quizás por primera vez, el retrato de cuerpo entero de López Velarde que tanto nos gusta, casi seguramente el que preferimos de entre todos los suyos —y vemos y hemos visto reproducido en infinidad de lugares y ocasiones.

Ramón aparece de pie, vestido del luto mencionado en el testimonio de sus amigos, con el sombrero en la mano, al lado de lo que parece un viejo fresno, en el camellón de lo que entonces se llamaba Avenida Jalisco. Está no muy lejos del edificio en el que él, su madre y sus hermanos rentaban un modesto departamento, y donde él murió en junio de 1921 (por supuesto, la actual Casa del Poeta).

¿Por qué nos gusta tanto el retrato? Porque ofrece una visión completa de López Velarde, no sólo en el sentido de que nos lo muestra de cuerpo entero. Serio, el rostro ligeramente ladeado, como si se asomara a nosotros, que lo observamos con gran interés. La oscuridad de su vestimenta cumple con uno de los propósitos que le ha sido encomendado y gracias a ello no se advierte el desgaste indumentario que también evocan sus amigos.

Se ha despojado del sombrero, quizás como una forma de respeto hacia nosotros, sin duda para que lo apreciemos mejor. Los pies se posan cerca de las raíces del gran fresno que da verticalidad a la imagen (del que vemos, en la parte superior de la foto, una herida, si no es que un principio de manquedad): la verticalidad del árbol subraya la del personaje retratado a su lado.

Pero lo mejor de la imagen es algo estrechamente ligado a la línea que dibujan el poeta y el fresno; es lo que hizo al fotógrafo captarla de esa manera y no de otra. Me refiero, desde luego, a la perspectiva violenta que ofrece el camellón de Avenida Jalisco, formada por las siluetas de los árboles que se fugan al fondo de la imagen; ese plano de hondura no sólo contrasta con el resto de los elementos compositivos sino que da profundidad, en todos los sentidos de la palabra, a la foto —y de paso, por supuesto, al personaje. Eso es precisamente lo que dispara nuestra emoción.


No eran tan cuidadosos nuestros abuelos de algunos detalles que a nosotros nos importan, por lo que el pie de foto, por desgracia, aunque nos informa debidamente del lugar donde fue tomada la imagen, y hasta pone énfasis en la línea de fuga («el poeta RLV en la perspectiva de la Avenida Jalisco»), nada nos dice de su autoría. Apreciamos en lo que vale la aclaración del lugar porque hay quien ha pensado que la foto fue tomada en Venado, San Luis Potosí.


Según me parece, fueron los editores de RLV, sus rostros desconocidos de Guadalupe Appendini, informados acaso por ella, quienes echaron a rodar el dato en 1971. La cosa conservaría la gracia que indudablemente tiene (“El poeta en Venado”) sino fuera porque una institución tan seria como el Fondo de Cultura Económica, que relanzó el libro a los cuatro vientos en 1990, no hubiera reproducido el error.


Pero volvamos al dibujo de Herrán. La “máscara” velardiana fue colocada en el extremo inferior derecho de Vida Moderna, precisamente el lugar donde mis colegas Roberto Diego Ortega y Julia Santibéñez la han ubicado más de un siglo más tarde para ilustrar mi artículo.


Copio un acercamiento a la imagen de la página donde apareció el dibujo de Saturnino Herrán por vez primera hace exactamente 104 años, para que la disfruten quienes siguen este blog. Antes, con el propósito de que se aprecien los pequeños cambios que ha sufrido el retrato después de una centuria en la sombra, reproduzco la foto proporcionada por los responsables de Galerías Castillo, actuales propietarios de la pieza, poco después del mediodía de hace dos años cuando me dejaron estudiarla en persona.


Vida Moderna, número 28.
Más sobre López Velarde en este blog:

¿Padecía una enfermedad venérea?, https://bit.ly/3cbLNZK; El amigo asturiano de Ramón, http://bit.ly/b1iBm5; Fermín Revueltas ilustra El son del corazón, http://bit.ly/1ggNc03; Una errata pertinaz, http://bit.ly/1R3E42m; Martha Canfield analiza “Mi prima Águeda”, https://bit.ly/3gtsTB3; Joya inadvertida, http://bit.ly/1ggNc03; Alfonso Camín en la muerte de López Velarde, http://bit.ly/1j1hHJt; El candil (imágenes), http://bit.ly/1hpixv4; Cuatro cipreses, https://bit.ly/2XbNItp

Camarada Fernández, me emocionó mucho leer tu conversación imaginaria con don José Luis Martínez, en la que das cuenta del desenlace de la historia del retrato inédito o desconocido de López Velarde hecho por Saturnino Herrán, que no era ninguna de las dos cosas, estaba consignado a la vista de todos en la edición de Martínez de las Obras, y cuyo original, ése sí, tanto nos dio de qué hablar en 2018. La nota en La Razón y tu comentario en el blog, claro, no le quitan valor ni a nuestra emoción primera ni a ésta que ahora nos regalas. Mucho menos cuando dio lugar a la conversación de ultratumba que sostuviste con don José Luis, a quien tan presente tengo estos días, porque leí la correspondencia entre Reyes y Pedro Henríquez Ureña que él editó magníficamente y en cuyas páginas introductoras y centenares de notas se escucha con tanta claridad la voz que tú le oíste en sueños. Tengo de él frente a mí, ahora que te escribo, una foto enmarcada de cierto día que vino a Guanajuato y tuve el gustazo de acompañarlo a comprar (y comernos) un pan dulce que se le antojó en un puesto callejero. Te mando un abrazo
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Muchas gracias, mi querido Carlos, por tu generoso y atento comentario. ¡Manda la foto con José Luis Martínez…! Me encantará verla. Te mando un grandísimo abrazo.
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