
No estaba precisamente sano cuando di con el libro, allá a principios de 2018, al final de los días solitarios y melancólicos que pasé en Querétaro, quiero decir la primera de las dos veces que estuve ese año en aquella ciudad porque luego todavía regresé, ya no recuerdo si en octubre o en noviembre, esta vez por motivos laborales. Tenía el propósito de conocer los escenarios en donde vino a agonizar y morir el Segundo Imperio Mexicano, tema acerca del cual había estado leyendo en diciembre (Blassio, por vez primera, y por segunda o tercera vez el extraordinario libro de Konrad Ratz).

Quizás porque al decidirme a emprender el viaje estaba predispuesto a agravar mi enfermedad, más que a curarme de ella (quien está enfermo necesita un médico, no otro país, dice inolvidablemente Séneca), yo, que había leído sobre la situación desesperada de Maximiliano y conocía los detalles de su deterioro físico, terminé empeorando al sentir el frío intenso de la mañana a primera hora cuando subí al Cimatario a conocer la celda donde pasó los últimos días, y ver su catre de latón, y percibir todavía su presencia, mitigada por el siglo y medio transcurrido desde que ocurrieron los hechos, víctima de mi imaginativa predisposición a sentir como propio y compadecerme de casi cualquier drama histórico que me sea expuesto de modo convincente.

En un estante de la librería El Alquimista, entre un saldo de títulos de la colección de clásicos de Gredos, encontré las Cartas de Plinio el Joven, a quien conocía solamente de oídas. Pero no fue entonces, enero de 2018, sino a últimas fechas, entrado ya septiembre de 2020, cuando he espigado alguna carta intensa o hermosa como aquella en la que el sobrino relata la muerte de Plinio el Viejo, el día mismo de la erupción del Vesubio, para que su amigo Tácito, a quien está dirigida, saque de ella cuanto pueda aprovecharle.

La semana pasada, sobrevolando el volumen una vez más, poco antes de apagar la lámpara de la mesita de noche, encontré la breve misiva que justifica esta entrega de Siglo en la brisa. Quien haya estado enfermo, en especial si ha sido poco antes de conocerla, sabrá apreciarla, me parece, en la medida en la que lo he hecho yo. Ahora que nos hemos recuperado percibimos amargamente cuánta verdad está encerrada en ella. La copio para placer y aprovechamiento de quienes siguen este cuaderno en línea.

Gayo Plinio (El Joven) a Valerio Máximo. Cartas, Libro VII, 26.
Por Plinio el Joven
Hace poco la enfermedad de un amigo mío me ha recordado que no valemos nunca tanto como cuando estamos enfermos. ¿A qué enfermo, en efecto, tientan la avaricia o la ambición? No es esclavo de sus amoríos, no apetece los honores, se despreocupa de las riquezas, se contenta con lo que tiene, por poco que sea, sabiendo que lo va a abandonar. Entonces se acuerda de los dioses, recuerda que es mortal, no envidia a nadie, a nadie admira, a nadie desprecia, y ni siquiera atiende o se alimenta de las conversaciones maliciosas: tan sólo sueña con fuentes y baños. Ésta es la suma de sus cuitas, la suma de sus plegarias, y mientras decide que, en el caso de que pueda liberarse de su enfermedad, su vida será en el futuro dulce y sosegada, es decir, inocente y feliz. Puedo, pues, prescribirte a ti brevemente y a mí también lo que los filósofos se esfuerzan en enseñar utilizando un gran número de palabras y también de volúmenes: que continuemos siendo, cuando estamos sanos, tal como declaramos que seremos cuando estamos enfermos.

Más filosofía en Siglo en la brisa:
Manojo de refranes celestinescos.
Charlas de café de Santiago Ramón y Cajal.
Un pájaro que canta como si dijera José María.


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