
Con discreción, en silencio, Margarita Quijano fue fiel a la memoria del singular amigo a quien inspiró unos de los mejores ciclos de poemas amorosos del siglo XX mexicano. Es fama que la tumba de López Velarde careció durante muchos años de nada que indicara que en ella estaban los huesos del poeta. Al parecer, los funerales prodigados por el gobierno de Álvaro Obregón no alcanzaron para una pequeña inscripción; pasados los discursos, hechas las fotos, a nadie le pareció importante grabar con los datos mínimos necesarios la lápida bajo la cual yacían sus restos.

Según un testimonio aparecido en Revista de Revistas quince años después de su entierro, sobre la tumba anónima de Ramón, ubicada en la Avenida 24, número 124, del Panteón Francés, solamente crecía “una adelfa lozana y frondosa” (José Luis Velasco, “En la conmemoración de López Velarde”, 21 de junio de 1936). Frondosa, lozana: lo comprobamos al verla con nuestros propios ojos en la foto que ilustra uno de los dos artículos de Jesús B. González aparecidos en esa misma entrega del semanario de Excélsior.

Lo otra foto que conocemos de la tumba está reproducida en la página 217 de la primera edición de Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde de Guillermo Sheridan (FCE, 1989); pertenece al archivo de la revista Impacto y corresponde al tiempo inmediatamente anterior al traslado de los restos del poeta a la Rotonda de los Hombres Ilustres del Panteón de Dolores, ocurrido en 1963.

Si no hay huellas de la adelfa, vemos con toda claridad, a los pies de la lápida, por fin, una placa. Guadalupe Appendini informa que fue colocada el 19 de junio de 1951 por un grupo llamado “Unidad Nacional” en recuerdo del “glorioso poeta zacatecano” (A la memoria de RLV, Gobierno del Estado de Zacatecas, 1988, pág. 223).

En esa misma página, Appendini relata que en la cabecera de esa tumba “humilde por excelencia”, mandó colocar “la señorita Margarita Quijano una placa chica de azulejos” en la que se leía, con caracteres que imitaban la letra manuscrita, estos versos de la primera parte del “Retablo a la memoria de Ramón López Velarde” de José Juan Tablada (Obras, pág. 273-274):
…No se ha visto
poeta de tan firme cristiandad.
Murió a los treinta y tres años de Cristo
y en poético olor de santidad.
[…]
La Belleza le dio un ala; la otra, el Bien,
¡viva así por los siglos de los siglos! Amén.
Por desgracia, Appendini no dice cuándo mandó ponerla Margarita. Si regresamos a la página 217 de la primera edición del libro de Sheridan, en donde hemos visto la foto de la tumba en los años sesentas, podemos apreciar una imagen de la placa que hizo colocar la musa del poeta (Un corazón adicto, FCE, 1989).

Ni esa placa ni la que colocaron los camaradas de Unidad Nacional fueron removidas cuando se llevaron los restos de Ramón al Panteón de Dolores. Con el tiempo, fueron enterrados en ese sitio sus hermanos Jesús y Guadalupe. Un hermano más, Leopoldo, quien aún vivía en 1988, mandó poner una tercera placa, en la que se decía que en ese lugar estuvo sepultado el poeta. Nada debe de haber cambiado desde entonces.
(Página tomada de La majestad de lo mínimo. Ensayos sobre Ramón López Velarde de Fernando Fernández, de inminente aparición editorial.)