
Será que no pesa el aire, será que aquí siempre es octubre, pero el par de truenos que asoman a la ventana de mi estudio experimentan, en el momento en que escribo estas líneas, un proceso distinto al de la mayoría de los individuos de la especie que conozco (y en cierto modo, trato): la hilera que está en la acera de la calle siguiente, de camino al Paseo de la Reforma; la multitud que sirve de alineación a la curva amplia de la Calzada Gandhi, a espaldas del Museo de Antropología, en el vecino Chapultepec.

Desde la semana antepasada, cuando me referí a uno de los árboles más notables del bosque, un individuo plantado a un costado del monumento al líder indio que crece un par de metros en sentido vertical y se tuerce de pronto en un ángulo de noventa grados, y del que pude aventurar, gracias a que ha florecido, que se trata de trueno, puse en observación a mis dos compañeros de ventana, los cuales, al lado de un estupendo liquidámbar todavía más alto y frondoso que ellos, forman una valla entre el edificio en el que vivo y el arroyo de la calle. El resultado es curioso: lo que he advertido en ambos truenos, lo que advierto en tanto redacto estas líneas, no corresponde con lo que veo en la mayoría del resto de sus congéneres.

Mientras aquellos árboles, casi en sintonía perfecta, florecen, mis dos árboles están echando fruto ya. Las guías botánicas a mi alcance, un par de ellas especializadas en la Ciudad de México, afirman que el trueno, árbol monoico, perenne, que puede alcanzar treinta y cinco años de edad y los diez o doce metros de altura, da flor en verano y fruto en otoño, pero esto último, al menos entre mis dos amistades, no es así, o al menos no lo ha sido esta vez. Mientras florece la mayoría de los truenos que veo en la calle y el bosque de Chapultepec, los dos con quienes convivo cotidianamente se han adelantado a la estación y de esa manera han entrado en rebeldía respecto a lo que se espera de ellos.

Octubre de 2021. Foto: FF
Pertenecen, por supuesto, al género de trueno discreto y educado, de los que hay miles de ejemplares en las banquetas de no pocas colonias de la ciudad; quiero decir que no encontramos en ellos esas contorsiones que vemos en el bosque, en donde brotan de manera anárquica, extienden sus raíces a su alrededor, explayan sus copas a sus anchas, con una libertad que los hace parecer una especie diferente (teoría a la que aún no he renunciado).


Al revés que todos ellos, los individuos de mi calle muestran ya las drupas características del trueno, que al principio, cuando son mínimas, resultan casi blancas, y luego tornan sucesivamente a un verde pálido y luego poco a poco más oscuro, y se agravan por último hasta entintarse con el color de las moras, ese fenómeno que en las uvas se conoce como “enverar”. ¿Cuál es la explicación de su comportamiento? ¿Quizás haya que buscarla en las palabras de aquella Carmen a la que escuchamos decir, en un precioso verso de Piedra de sol, caminando ella misma por el Paseo de la Reforma, esto es aquí a dos calles, que en la Ciudad de México no pesa el aire y por lo tanto aquí siempre es octubre? Cosas de la urbe, supongo, o del cambio climático: en tanto que los truenos citadinos celebran gozosamente la vida, los de mi calle se reconcentran para garantizar su continuidad.