
La escritora Carmen Saucedo Zarco, por sugerencia de nuestro amigo común Vicente Quirarte, me invitó a conocer el ejemplar de Zozobra conservado en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada de la Ciudad de México. El propósito de su invitación era no sólo permitirme estudiar en persona ese valioso ejemplar de una de las máximas obras poéticas del siglo pasado, sino grabar en video una cápsula sobre ese ejemplar en específico, ahora que se ha cumplido un siglo del fallecimiento de López Velarde, como una manera difundir los fondos que atesora la biblioteca de la calle de República del Salvador.

El volumen resultó ser el que fue propiedad de Genaro Fernández MacGregor, uno de los primeros lectores –si no es que el primero– que supo entender la estética del zacatecano. Eso no sólo lo decimos nosotros y lo dice implícitamente la crítica velardiana, la cual ha mantenido su famoso ensayo sobre el poeta como parte del corpus básico de su obra, y de ese modo ha sido reproducido, junto a El son del corazón, libro póstumo de López Velarde; también lo pensaba Ramón, como positivamente sabemos por la dedicatoria autógrafa plasmada en ese ejemplar, con fecha de enero de 1920, esto es recién aparecido el libro, en la que leemos, con claridad, de pluma del poeta zacatecano, estas palabras:

A mi amigo Jenaro Fernández MacGregor, a quien debo la mejor interpretación, hasta hoy, de mi obra. Ramón López Velarde Méj., 9 enero 1920
No es, por cierto, la única marca en ese libro de puño y letra del poeta. En la primera página anotó López Velarde el número de ese ejemplar, el 17. ¿Cuántos se hicieron de ese libro? ¿Cuántos correspondieron a su autor? ¿Cuántos dejó firmados? Tenemos noticia al menos de otro ejemplar numerado por López Velarde, el que dedicó a Luz Pruneda, y al cual puso el número 10, como sabemos por un sobrino nieto de ella, Alain-Paul Mallard, propietario de ese ejemplar —quien lo contó por escrito.

De la nota autógrafa concluimos, además de que López Velarde pensaba que Fernández MacGregor había atinado en su visión crítica, que su uso peculiar de la “j”, la cual nos habíamos explicado como parte de una tradición provinciana mexicana, acaso tenga también algo que ver con el uso (francamente chocante, diremos de paso) que hacía de ella Juan Ramón Jiménez, a quien admiraba el jerezano. Sobre los usos de la “j”, como “una moda de los católicos de entonces”, tal cual se la explica José Luis Martínez, véase Ni sombra de disturbio, págs. 41-42; sobre la admiración de Ramón a Juan Ramón, La majestad de lo mínimo, recién aparecido, pág. 9. (Nuestro amigo, el poeta Luis Vicente de Aguinaga, por cierto, nos explica que la “j” es etimológica de “Jenaro”, palabra que comparte origen con “Jano” y “January”.)

Una de las mejores imágenes para entender la estética de López Velarde, que al principio pocos comprendieron, la ofrece Fernández MacGregor en su famoso ensayo: cuenta el antiguo académico de la lengua y funcionario universitario que en alguna ocasión oyó, en una “chirimía de indígenas”, como acompañamiento de un ataúd camino al cementerio, una extraña música en la que no tardó mucho en reconocer, desfigurada, la Marcha Fúnebre de Chopin.

Es la estética colmada de distorsiones y disonancias de la poesía y de la vida modernas, que sintió con claridad en la obra de su amigo, donde otros no vieron sino excentricidad y extravío. Es curioso, pero algunas de las páginas del ejemplar que fue de Fernández MacGregor están sin abrir, y se mantienen, como eran todas al salir de la imprenta, intonsas. Agradezco a Carmen Saucedo Zarco y a las autoridades de la Biblioteca Lerdo de Tejada por la oportunidad de ver el ejemplar en persona.



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