
En mi pasaje preferido de El arco y la lira, Octavio Paz afirma que, a diferencia del prosista, el poeta jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo, lo cual quiere decir que la utilización de las palabras puede implicar que su significado quede, digamos, vibrando, abierto a diversas lecturas. Es lo que ocurre, muy definidamente, por ejemplo, en aquel fenómeno que los lingüistas llaman polisemia. Leemos una palabra y la entendemos de cierto modo, pero no tardamos en caer en la cuenta de que su autor también tuvo en mente un sentido distinto al que, dándolo naturalmente por hecho, interpretamos por primera vez. Eso produce en nosotros un desconcierto, seguido de una especie de satisfacción; un espacio de realidad que estaba allí desde el principio y no habíamos advertido se abre al instante en nuestra mente, provocando en nosotros, gracias a la luz con que se presenta, algo que bien podemos describir como una pequeña felicidad. Es el género de cosas que alcanzan su esplendor en la poesía.

Gerardo Luna Tumoine se llama uno de los principales afectos que he recogido en mi reciente paso por tierras zacatecanas. Entramos en conversación poco antes de la ceremonia del viernes 17 de junio en el Teatro Hinojosa de la ciudad natal de López Velarde, donde estuvo presente como cabeza del Instituto Jerezano de Cultura, y la simpatía mutua fluyó desde el primer momento. No dejó de prometerme un ejemplar de uno de los libros que ha publicado: Las claves de Catedral.

16 de junio de 2022. Foto: FF
A mí, que siempre me han atraído los temas arquitectónicos, el libro me interesó vivamente. En ninguna de mis dos visitas juveniles a Zacatecas dejé de pasar un rato largo delante de la fachada de su catedral, mucho menos por intentar entender su lógica compositiva, o penetrar en el significado de sus muchos símbolos, o siquiera saber quiénes son los personajes retratados en la piedra, que por dejarme encantar por la profusión de las volutas y los vericuetos tallados en ella, toda esa textura barroca extraordinariamente sensual y expresiva que nos comunica emociones antes aun de ser interpretada.

Una divertida sorpresa me llevé cuando me di cuenta que el libro, que el propio Gerardo me regaló a la mañana del día siguiente, sábado 18 de junio, delante de un espléndido exprés doble de La Acrópolis, no se dedica a revelar las claves del edificio, esto es, lo que hay que saber sobre su planta y sus retablos, su momento histórico, su enclave topográfico, como primero di por hecho, sino que es una lectura iconográfica de todas y cada una de las piedras llamadas “clave” de sus arcos, los que se abren a lo largo de sus tres grandes naves (investigada y escrita por la historiadora Maricela Valverde).

La imagen pertenece al libro coordinado por Luna Tumoine.
Resulta que esas piedras que cierran los arcos están asimismo talladas, las de la primera nave dedicadas a la pasión de Cristo, las de la intermedia a contar la historia de la Iglesia y las de la tercera a celebrar las virtudes de la Virgen María. Así que yo entendí, de modo metafórico, que Las claves de Catedral se ocupaba de aquello que nos ayudaría a entender el formidable edificio catedralicio, y ha resultado que la palabra «claves», sin renunciar por fuerza a su significado más obvio, esto es, a través de una graciosa polisemia, está más bien usada de un modo rectilíneo y nada figurado (si es que hay alguna palabra, por supuesto, que no sea, en última instancia, una metáfora). El que prevalezcan ambos significados hace que el título del libro sea especialmente acertado.


No sólo nos condujo, a Chicu y a mí, Gerardo, por las tres naves, donde, con los ojos vueltos a las alturas del edificio fuimos reconociendo los elementos simbólicos representados en los vértices de sus arcos (desde la linterna de la noche en el huerto de Getsemaní donde fue prendido Jesucristo, hasta la rosa mística de la naturaleza mariana), sino que tuvimos la oportunidad de entrar en el presbiterio y ver de cerca el trabajo de gran belleza y buen gusto hecho por los arquitectos Claudio y Christian Gantous para el retablo mayor con el objetivo de dar espacio a las piezas escultóricas de Javier Marín, que de otro modo lucirían, sin ese sereno contexto, como suelen, un tanto exageradas en su gestualidad expresionista.

Foto: Gerardo Luna Tumoine.
Luego todavía consiguió Gerardo que nos abriesen el campanario sur, para ascender por su escalera de caracol y salir al techo de la fábrica, donde nos paseamos bajo el rayo directo del sol de junio, en un cielo sin una nube. Allí pudimos apreciar una hermosa cruz “atrial” colocada en ese lugar, y del lado opuesto, el cerro de la Bufa, el cual se finge un corcel encabritado, como dice López Velarde en el poema que dedicó a la que llamó “bizarra” capital de su estado —si bien ahora lleva al dorso unas cuantas edificaciones más que la capilla de la Virgen mencionada por el poeta.

Después de caminar por el extradós de las bóvedas del edificio y de hacer uso de una escalera del género que bien pudo inspirar a Luis Barragán para la muy célebre de su casa en Tacubaya, lo que nos condujo al techo del ábside, volvimos nuestros pasos y descendimos pero sólo para ascender todavía unos metros más, esta vez para alcanzar la cima del campanario de ese lado.


Allí visitamos la campana mayor de catedral, llamada San Buenaventura. Ya se sabe que las campanas suelen tener nombres, como la famosa Wamba de la catedral de Oviedo —o de Vetusta, como fue rebautizada la capital del Principado de Asturias en la novela de Leopoldo Alas Clarín.

Precisamente en ese lugar, con la ciudad zacatecana debajo, recordé que La Regenta empieza cuando el Magistral de la catedral vetustense, desde lo alto de su respectivo campanario, estudia con un catalejos los territorios en los que reina espiritualmente (y no desaproveché, por cierto, la ocasión para recomendársela con vehemencia a mi nuevo amigo). Otro de los zacatecanos a quienes he tenido el gusto de conocer y por quien también he sentido un aprecio inmediato, es Marco Antonio Flores Zavala, cuyo libro Antes de la batalla, que se ocupa con minuciosidad de los tiempos revolucionarios anteriores a la toma de Zacatecas, tiene un subtítulo que incluye el adjetivo “vetusta”, usado para calificar a su ciudad, exactamente como hizo con la suya Clarín.

Gerardo Luna me contó que San Buenaventura es la campana de cuyo sonido decía en su poema López Velarde que era una lástima que no lo escuchara el Papa; también, que cuando Juan Pablo II pasó por delante de la catedral de Zacatecas, e incluso estuvo en su interior durante unos minutos, en mayo de 1990, de camino a la misa multitudinaria en el lomerío de Bracho, tiempo durante el cual la campana no dejó de saludarlo repicando de manera continua y entusiasta, le refirieron lo que había escrito el poeta. ¡Preciosa historia! ¿Quién iba a decirle a Ramón que su poema tendría tal trascendencia que el Papa mismo sabría de él y terminaría escuchando el sonido de la campana que tanto lo conmovía, tal como deseó en sus versos?

Todavía con la ciudad a nuestros pies, mi nuevo amigo me pidió que dijera unas palabras delante de la cámara de su teléfono y yo acepté grabarlas (no debí hacerlo: poca precisión, demasiada cafeína). Con mi agradecimiento a él, reproduzco el video que hicimos entonces, para compartirlo con quienes siguen este blog.
Ilustrado, ameno, y entrañable artículo. Muchas gracias, Fernando.
Me gustaMe gusta