
Tarde o temprano, inevitablemente, por un camino o por otro, a todos los que fuimos sus amigos cercanos, Juan Almela nos habló siquiera alguna vez de Cacacú. ¿De dónde salió aquel ocurrente periquito, llamado de esa extraña manera? ¿Cómo se comportaba? ¿Qué cosas hacía o decía? Cacacú estuvo en el inicio de los amores zoológicos mexicanos de este gran conocedor del mundo de los animales desde no mucho después de su llegada a Veracruz en el verano de 1942, cuando contaba con ocho años apenas cumplidos.

Foto: archivo de FF
Reproduzco a continuación el fragmento de una plática en la que salió a cuento Cacacú. Es una página más de las muchas inéditas que recuperan con la máxima fidelidad posible el modo en que se expresaba coloquialmente nuestro admirado poeta. Ésta, en particular, fue grabada el 22 de noviembre de 2006, como siempre en la sala de su domicilio de la calle de Providencia, en la Colonia del Valle de la capital del país.

Cacacú
—Trepaba por el barandal de la escalera, agarrado, desde el nivel de la calle a la azotea, dos pisos. De vez en cuando se resbalaba y daba un alarido histérico… Y volvía a empezar. Cuando conseguía aparecer en la azotea, iba caminando de manera conmovedora, como caminan los loros, de lado, dando lástima. Pasaba por delante de los gatos, que estaban tendidos al sol como leones. Los gatos se decían: “¿Tú también lo ves?”. “Sí, ahí va”. “No hagas caso, es una imaginación, sigue tranquilo, no hagas caso de visiones…”.
—…
—Era un perico delicioso. Las pobres cotorras son simpáticas, pero no dicen ni pío. Los loros grises africanos son los mejores habladores. Una tía mía estaba convencida de que los loros saben lo que dicen y le causaba profundo horror.

—¿Por qué le pusieron Cacacú?
—Se puso el nombre él solo, el día que lo recibimos. Yo tenía doce o trece años. Hacía muy diversos ruidos con diversos motivos porque había vivido en un mercado. Imitaba borregos, pollos, pavos, niños, de todo. Y gritos de la mujer de mi hermanastro: “¡Pabliiiito…!”. De cuando en cuando te miraba fijo e intercalaba: “¡Ú, cacacú!”. Y dijimos: “Se está presentando”. No cabe duda que decía: “Aquí Cacacú, a sus órdenes”. Dormía en el cuarto de baño en una jaula envuelto en un trapo. Entrabas por la noche y te asomabas por el trapo. Él te veía con odio, murmurando imprecaciones: “¡Maldita sea tu abuela!”.
—¿Quién te lo regaló?
—Mi hermanoide, que tuvo una miscelánea en El Parián de Álvaro Obregón, adentro. No sé de dónde lo sacó y tampoco por qué nos lo regaló. El loro cantaba como mi madre. Una vez hasta fue una visita y oyó al perico dando alaridos de gozo al sol y pensó que era mi madre cantando, pero ella no estaba. Al otro día estaba muy ofendida porque pensó que no la quiso recibir… En la calle de Hamburgo había un loro, a nivel de azotehuela. Lo sacaban a bañar y gritaba a todo el edificio: “¡Se baña Loreeenzo!”.
—¿De qué murió Cacacú?
—No se sabe bien. Se supone que le echaron perejil, si es que cierto que mata a los loros. Yo no lo sé de cierto.
—¿Sentiste su muerte?
—No. Pobrecito. Pobre Cacacú.


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