
Durante casi quince años me esperó un extraño y simpático hallazgo en uno de los ejemplares de los libros de Villaurrutia que conservo (tres de ellos, con algunas variantes, distintas ediciones de un mismo título). Pero antes de referirme a él, aprovecharé que me he asomado a ese rincón de mi biblioteca para decir una palabra sobre esos libros.

Primera reimpresión, 1974.
El primero es, desde luego, Obras (1966), el volumen del FCE que reúne la experiencia editorial de Alí Chumacero y las habilidades académicas de Luis Mario Schneider y Miguel Capistrán, y que se mantiene, por lo menos hasta donde alcanzo, como lo mejor que hay de nuestro poeta. Tal como me hace ver mi amigo Rodolfo Mata, que es quien me invita a asomarme a ella, la minuciosa y riquísima bibliografía preparada por Schneider e incluida al final del volumen es un gigantesco campo de curiosidad y análisis todavía por explorar.

La foto es de Lola Álvarez Bravo.
Es la edición en donde hemos releído al poeta durante los últimos años y es también seguramente la que tenía Paz en las manos cuando calculó que la poesía de Villaurrutia ocupa apenas una décima parte de su producción literaria (“vivió inmerso en la vida literaria pero su obra es escasa, como si la mayor parte de sus horas las hubiera dedicado no a las letras sino a otras actividades” […] “para la mayoría de sus lectores, Villaurrutia es el autor de unos quince o veinte poemas. ¿Poco? A mí me parece mucho”, XV en persona y en obra, FCE, 1978).


Pero no fue en ese libro donde nosotros leímos por vez primera a Villaurrutia en 1983, sino en otro, titulado Poesía completa, que había publicado la editorial Oasis un año antes. Si para cuando llegó a mis manos llevaba ya parte del prólogo que Alí Chumacero había escrito para la edición del FCE, desde entonces conserva los vergonzosos subrayados con plumón negro que tuvo que padecer durante los embates de mis algo azorados primeros acercamientos.

Por lo visto interesado en el tema, aquel mismo año adquirí la valiosa edición de Nostalgia de la muerte que apareció como parte de la colección Libros del Bicho, de Premiá (1982), la cual, además del hecho de estar presentada por el poeta Marco Antonio Campos, posee el irresistible encanto de reproducir facsimilarmente la primera edición del libro, publicada en 1938 en Buenos Aires, bajo el sello de Sur.

Todavía no hace mucho me fue remitida, como parte de las novedades que el propio FCE me manda de tarde en tarde para enriquecer los contenidos del programa de radio que conduzco, una edición más, la cual, siempre bajo el título del libro principal de nuestro poeta (de nuevo, Nostalgia de la muerte), no es sino la misma pequeña antología general de sus textos poéticos y dramáticos que esa editorial ha ido publicando incansablemente con el paso del tiempo. La primera edición apareció en 1953, poco después de la muerte del poeta la mañana del día de Navidad de 1950. Treinta años más tarde, en 1984, fue incluida en Lecturas Mexicanas, aquella serie de millones de ejemplares que lanzaron el Fondo y la Secretaría de Cultura a mediados de aquella década.

En 1995, lo fue a su vez en la colección Tezontle, y ahora, por último, en 2014, en Letras Mexicanas. Todo ese trasiego entre una colección y otra, ¿a qué se debe? ¿Quizás no se sabe dónde colocar ese libro? ¿Es normal esa movilidad en la historia de los títulos de la editorial del Estado? Lo cierto es que para esta última edición se ha desaprovechado la oportunidad de hacer algo más con un volumen que no estoy muy seguro de que se lea mucho; algún añadido, quiero decir, que justifique, en un panorama de ediciones repetidas del poeta, la existencia de una más, y que ofrezca un nuevo aliciente para acercarse a él. ¿Poniéndolo acaso en perspectiva? ¿Reseñando la repercusión, o la falta de ella, en lectores y crítica, o incluso la posible influencia en los poetas ulteriores que Nostalgia de la muerte haya tenido en el últimos ochenta años? La carencia se hace más evidente estos días para mí, cuando leo la edición de Los de abajo que el propio Fondo incluyó en esa misma colección, después de su debido trasiego entre colecciones, pero esta vez con un prólogo y unas notas de Víctor Díaz Arciniega.

Con una excepción, el último libro que conservo de Villaurrutia es el de Luis Mario Schneider que reseñé hace un par de semanas. La excepción a la que me refiero es la menos valiosa y más corriente de todas las ediciones que poseo del poeta de Nostalgia de la muerte, de la que se hicieron 50 mil ejemplares en 1984, y la cual, ahora que me fijo, no lleva siquiera lleva mi firma, por lo que no sé decir en qué momento se incorporó a mi estantería. De esa edición, y en particular del extraño y simpático hallazgo que me ha deparado, es que deseo hablar ahora. Pero el tiempo se me ha agotado, así me referiré a ello la próxima semana.
Más sobre libros y lectura en este blog:

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Un comentario en “Villaurrutia en el librero”