
Leo el soneto en la preciosa antología Poesía erótica del Siglo de Oro de Alzieu, Jammes y Lissorgues (Crítica, Madrid, 1984), y lo hago en un ejemplar perteneciente a mi biblioteca, regalo de mi amigo David Huerta. Forma parte de Jardín de Venus, colección de poesías anterior a 1589, fecha del Manuscrito de Alonso de Navarrete de donde fue originalmente recogido y en el cual ocupa el vigésimo cuarto lugar. Quienes lo lean, no me cabe duda, estarán de acuerdo en que es espléndido y me parece que aun lo estarán más quienes lo escuchen leído en voz alta.

Todo encanta en él: su ritmo, la plasticidad de su lenguaje e imágenes, el jugueteo punzante del erotismo en el tono invariable del libro (del Jardín de Venus, por supuesto, pero también del volumen en el cual ha sido incluido), tono que responde a lo que los autores de la antología describen como «poesías que sin remilgos (aunque no sin elegancia), sin complejos y sin referencias a cualquier sentimiento de culpabilidad, exaltan el amor verdadero, es decir completo, feliz, triunfante». A todo ello hay que añadir algo que influye en quien lee o escucha el poema: la gracia que tiene para nosotros, en la construcción de verbo en infinitivo más pronombre, la forma que los conocedores llaman palatizada, como la que está al final del primer verso («abrazalla», quiero decir, en lugar en vez de «abrazarla»), y luego en otros cuatro versos, y que es o un recurso poético arcaizante ya para los tiempos de Lope de Vega, o un modo cierto de fechar poemas y documentos de su época, ya que su uso terminó por desaparecer de la lengua.

Cuando fue publicado el libro que tengo en las manos (el cual mandé encuadernar recientemente del rojo más vivo de cuantos me fueron ofrecidos por el maestro encuadernador), esto es, allá en 1984, ya se sabía con certeza que aquel chispeante pensil de poesía erótica llamado Jardín de Venus no era obra de un licenciado Cristóbal de Tamariz, a quien antes se le había acreditado, y se pensaba ya que no era imposible que hubiera sido escrito más bien por un monje de la orden de San Benito en Salamanca, llamado Fray Melchor de la Serna, conocido como «el Vicentino». ¿En qué andará la cosa en 2020, esto es tres décadas y media después? Me prometo preguntárselo a Antonio Carreira. De momento, va el poema; lo transcribo para servir de referencia del audio que también reproduzco, todo ello como un ejercicio de prueba del incipiente plan de grabación de lecturas que Cataria Ediciones tiene entre sus próximos proyectos.

Aquel llegar de presto y abrazalla
Aquel llegar de presto y abrazalla,
aquel ponerse a fuerzas él y ella,
aquel cruzar sus piernas con las della,
y aquel poder él más y derriballa;
aquel caer debajo y él sobre ella,
y ella cobrirse y él arregazalla,
aquel tomar la lanza y embocalla,
y aquel porfiar de él hasta metella;
aquel jugar de lomos y caderas,
y las palabras blandas y amorosas
que se dicen los dos, apresurados;
aquel volver y andar de mil maneras,
y hacer en este paso otras mil cosas
pierden, con sus mujeres, los casados.
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Tres sonetos (eróticos) dorados.
Los versos marinos de Francisco de Aldana.
Sobre Andrés Fernández de Andrada.
