
El poema se publicó cuatro meses antes de su fallecimiento, en el número de agosto de 2014 de la revista Letras Libres, como una celebración de los 80 años que cumplía esos días. Gerardo Deniz lo escribió como pudo en un cuaderno y esperó pacientemente a que yo lo visitara; una vez conmigo delante, me pidió que lo leyera en voz alta para constatar que fuera descifrable en todos sus detalles.

Me lo llevé entonces para transcribirlo en la computadora al máximo tamaño posible, y se lo devolví impreso a la siguiente semana para que él lo retocara o corrigiera hasta darlo por concluido. De ese modo escribió también sus últimos dos grandes poemas, “Patria” y “Mosca”, los cuales fueron asimismo publicados todavía en vida suya: el primero, una bella evocación de la única vez que volvió a España, desde 1936, cuando salió a los dos años de edad rumbo a Ginebra, en las páginas de la revista Crítica (octubre-noviembre de 2013); el segundo, el singular periplo de una mosca enferma que sobrevuela el Pedregal de San Ángel, incluida la Ciudad Universitaria, en el suplemento cultural de la revista Este País (enero de 2014).

“Murgas”, como se llama el poema, está dividido en dos partes: en la primera, donde aparecen las palabras que motivan este post, el poeta se retrata entre otros invitados en una fiesta en lo alto de un pequeño rascacielos de la Ciudad de México; en la segunda, desayunando a solas en un comedor abierto al mar. Las partes están unidas por la música, y de ahí su título; en la parte inaugural suena una canción popular española; en la complementaria, un estudio de Scriabin. No son pocos los pormenores del poema que me gustaría resaltar; esta vez me conformo con tres. Para comunicar la emoción de la altura del edificio donde se lleva a cabo la fiesta, el poeta dice que a lo lejos se veía la Torre Latinoamericana (“una remota espina trunca”), pero sólo la punta del edificio ya que el resto estaba oculto “a causa de la curva del planeta”.

Por otro lado, el modo perifrástico y elegante con que se refiere a la papaya, sin llamarla por su nombre: “trozos hexaedros / de la fruta que sólo puede comerse a latitud menor que la de Cuernavaca”, cosa que nos permite ubicar “la mañana esplendorosa” en la que ocurre la segunda parte del poema en Acapulco, lugar tan lleno de significados para su poesía. Uno más: antes de que rompa a sonar la música de Scriabin, el poeta nos hace percibir, con imagen francamente admirable, en la forma que los especialistas llaman prosopopeya, “el crepitar de cartas de amor despechado / que el sol estaba quemando / con la lumbre de su segundo habano del día”.

Para cuando puso por escrito “Murgas”, como otros muchos poemas que redactó prácticamente a ciegas, sin respetar los renglones de los cuadernos que ya no veía, a veces encimando una frase sobre otra trazada previamente, sus cualidades como poeta no sólo se mantenían intactas, sino que habían terminado por refinarse al grado máximo: si su imaginación seguía siendo extraordinaria y su capacidad de asombro se conservaba intacta, su expresión era más serena y nítida que nunca. De haber estudiosos de su obra y no sólo admiraciones mayormente estériles (“rumor de ocas” llamó a ese viejo fenómeno provocado por este poeta en específico el crítico Eduardo Milán), alguien habría escrito ya un ensayo sobre el modo en que se transformó su poesía en las distintas etapas de su trayectoria.

Otilia Figueroa, como saben mis amigos, es el nombre de mi madre. Cuando la comida en el piso 40 se alargaba, yo le pedí a ella que cantara esa canción que siempre fue una de mis preferidas de su repertorio, cuyo primer verso dice “Marinerito arría la vela”. Tan tranquila ha resultado la noche en que navega el joven marinero, que la muchacha que se refiere a él (en este caso, mi madre) le sugiere que recoja la vela de su embarcación puesto que no es necesario llevarla desplegada. Aquel día, Juan no dijo a nadie lo que ocurrió en su interior y luego puso en el poema: esa canción, como se dio cuenta desde el primer momento, la cantaba también su madre.

Españolas las dos, no es raro que la cultura musical de Otilia Figueroa Martínez y Emilia Castell Núñez coincidiera alguna vez. De ahí los versos de Deniz, enclavados en la segunda estrofa de la primera parte del poema; nótese el modo en que dan cuenta de la conmoción que lo hizo rodar por tierra (siempre por dentro) en el momento en que reconoció, “entre jirones de canciones a medias recordadas”, después de larguísimos años de no haberla escuchado, en “la voz firmada Otilia Figueroa”, la misma canción que escuchaba en sus tiempos ginebrinos, los más antiguos de su remota infancia. Nada más gráfico, para transmitir lo que sintió en ese momento, que la imagen del dardo asestado en la cavidad paleal (tomada en préstamo a los moluscos), uno de esos dardos de ballesta china antigua que impulsaban con tanta fuerza el dardo que podían plantarlo (verbo perfecto) nada menos que a ochocientos metros.

“La voz de Otilia Figaroa [sic]”, por cierto, escribió primero Deniz; cuando le leí el poema en voz alta, corrigió: “La voz firmada Otilia Figueroa”, perfeccionando la expresión. Yo me apresuré a tomar nota. He aquí el poema, acompañado de unas imágenes de su primera publicación, para conocimiento y deleite de quienes siguen Siglo en la brisa.


Murgas
por Gerardo Deniz
1.
También yo escucho murgas.
Concurrí cierto día a una fiesta galáctica.
Estábamos tan en alto
que los helicópteros eran simples vilanos que correteaban allá abajo,
tan lejos que en el vago horizonte
la Torre Latino (así la llamamos)
era una remota espina trunca,
y si sus veinte pisos inferiores no eran visibles,
era a causa de la curva del planeta.
Bien entrada la tarde,
entre jirones de canciones a medias recordadas,
la voz firmada Otilia Figueroa tiró en mi cavidad paleal
del gatillo de una ballesta anterior a la de Guillermo Tell,
más robusta que las antiguas ballestas chinas que plantaban un dardo a
ochocientos metros.
Me atravesó (por dentro) diagonalmente.
Rodé por tierra (dentro, siempre).
Nadie se fijó.
¿Qué decía el pasaje cruel? Decía más o menos:
Marinerito, arría la vela
que está la noche tranquila y serena…
Es decir, algo que cantaba mi madre cuando yo tenía tres años, y sin duda antes,
y que tanto me gustó siempre.

2.
Desde el comedor abierto por tres lados
podía contemplarse la mañana esplendorosa.
Frente a mí, en un plato, había trozos hexaedros
de la fruta que sólo puede comerse a latitud menor que la de Cuernavaca,
y, un poco al nordeste, una taza de café y una dona,
mientras miraba distraído hacia la bahía
sobre cuya superficie trazaba la brisa
un variado tiahuanaco pornográfico.
No había música.
Apenas se oía, muy lejos, el crepitar de cartas de amor despechado
que el sol estaba quemando
con la lumbre de su segundo habano del día.
De pronto, impensable,
el estudio patético de Scriabin,
fuerte, anhelante, fuerte y entero.
Cuando aparté los ojos de mis puños cerrados,
no más música.
En el centro del comedor dos quebrantahuesos dejaban,
sobre una bandeja,
la placenta del día rociada de vodka.

