¿Sería su estructura, del todo admirable y precisa? ¿La sabiduría dramática con que está construida su trama, que se desarrolla, tal como ocurre en La Celestina, con cuanto se dicen entre sí los personajes? ¿La profundidad, con frecuencia conmovedora, de las reflexiones de unos y otros? ¿La destreza con que están ordenados los materiales (cartas, páginas de diarios, informes policiacos, poemas, borradores, cuadernos de apuntes, anónimos, pintas callejeras), con la mínima información necesaria intercalada entre paréntesis?

Lo más seguro es que haya sido una mezcla de todo eso lo que llamó tan poderosamente la atención de Gabriel García Márquez sobre Los idus de marzo (1948), la novela de Thornton Wilder (1897-1975) que leí con gusto a mis diecinueve años y acabo de releer, con verdadero deleite, de camino a los sesenta. Lo he hecho picado por lo que cuenta el cineasta Rodrigo García, hijo del novelista, en Gabo y Mercedes: una despedida (Random House, México, 2021, pág. 52): entre los “amores literarios menos conocidos” de su padre “estaba Thornton Wilder, y Los idus de marzo estuvo en su mesa de noche por algo así como la mitad de mi vida”.

El ejemplar que forma parte de mi biblioteca (Alianza de Bolsillo, núm. 501, segunda edición, Madrid, 1982) tiene sobrescrita la fecha de 1983, así que debe de ser de entonces mi lectura de la novela epistolar de Wilder, que siempre he recordado como especialmente hermosa y divertida. Cuatro décadas exactas después la aprecio mejor por la simple causa de que me he hecho más viejo y por ello soy un poco menos ignorante de algunos de los temas de los cuales se ocupa el libro, en particular sobre lo que reflexiona Julio César en las misivas que dirige a su amigo Lucio Mamilio Turrino sobre asuntos como la religión y los dioses, el amor y la poesía, las mujeres y el matrimonio, el ocio y la política, la envidia y la muerte.

El autor de Los idus de marzo, caracterizado como uno de sus personajes, en una puesta en escena de 1947 de su pieza dramática The Skin of Our Teeth. La imagen procede de la página en línea dedicada a la vida y obra del autor norteamericano.

Wilder era un habilidoso autor teatral, lo que explica su sagacidad para armar las situaciones y desplegarlas delante de nuestros ojos restringiéndose a lo que dicen sus personajes. ¡Y qué personajes! El dictador romano, por supuesto, de quien saben los lectores antes de abrir el libro que va a ser asesinado el día de los idus de marzo (lo que ocurrió en el año 44 a. de C.), y que por tanto cada página que leemos nos acerca a su muerte, pero también su tía Julia Marcia (viuda de Cayo Mario), su mujer Pompeya, su antigua amante Clodia, el político y filósofo Marco Tulio Cicerón, el poeta Cayo Valerio Catulo, el historiador Cornelio Nepote, Cleopatra Reina de Egipto… todos los cuales, moldeados con exquisitez, intercambian comunicaciones desde lugares como Roma o Nápoles, Capri o Capua, Verona o Marsella, Alejandría o Cartago.

Cada una de las cuatro partes (o “libros”) que conforman la novela reúne materiales armados cronológicamente de una manera peculiar: cada una empieza en una época anterior a la de la precedente, atraviesa el tiempo que ella abarca y continúa hasta una fecha posterior, como se nos advierte al principio de la segunda, lo que hace que la estructura (estoy por convencerme: lo que más tiene que haber admirado el autor de Cien años de soledad) sea un prodigio de precisión, de cuyo delicado engranaje depende el correr de las situaciones y nuestro conocimiento de ellas. Así, pasamos varias veces por encima de los mismos hechos, pero cada vez los vemos con mayor detalle, o con una perspectiva diferente, y por lo tanto nos aproximamos mejor a lo que significan. Eso hace también que el acercamiento a la fecha señalada desde el título, punto de llegada del relato y clímax de la vida del principal personaje (y, dicho sea de paso, de una etapa de la historia de Roma), se acerque y vuelva a alejarse, para acercarse una vez más…

Como se comprenderá, un lugar especial tienen en la apreciación de este lector la figura de Catulo y su poesía, sus pasiones amorosas y políticas, todo lo que toca a la personalidad del gran poeta de la antigüedad romana cuya obra se salvó de la desaparición gracias a un único documento conservado en Verona, su ciudad natal. La recreación que Wilder hace de él, de su vínculo con la bella y mercurial mujer que dejó una huella imborrable en su literatura y de lo que el milagro de sus poemas suscita en César, quien reflexiona una y otra vez sobre el género poético y su singular artífice, es, para mí, parte de lo más atractivo de la novela.

De no haber aprendido a limitarme a señalar mis libros con marcas discretísimas, temeroso de echar a perder futuras lecturas, cosa que, como veo en mi ejemplar de 1983, había aprendido ya en el verano de mis diecinueve años, son incontables los pasajes que me han conmovido o interesado en esta nueva lectura de Los idus de marzo, y debo decir que si esta vez conseguí reprimir el impulso de llenar las páginas del volumen de anotaciones y subrayados ha sido sólo a cambio de prometerme que no pasará mucho antes de volver a él.

Tal es la pericia del escritor norteamericano que, en una novela en la que todos se expresan (incluso el insensato Clodio, quien lo hace a través de un sonido obsceno), un personaje, Lucio Mamilio Turrino, el confidente de César que vive en la isla de Capri, retirado del mundo, enfermo, desfigurado a causa de la tortura a la que fue sometido durante la guerra de las Galias, y quien recibe no sólo las cartas de su viejo colega sino también las de sus amigas Julia Marcia y Cytheris, es el único que guarda silencio, lo que da una hondura grave, como de antiguo y misterioso claroscuro, al diálogo encendido o sereno, superficial o sabio, malicioso o bien intencionado, de todos los demás. Es el mismo silencio expectante, cargado de emoción, de quien tiene el libro entre las manos y lee la novela. Aunque los diccionarios omitan decirlo, el silencio es parte esencial de la música, como también lo es, bajo esta elegante y discreta especie, en la composición armónica de una de las mejores novelas que conocemos (juicio para cuya aprobación contamos con el asentimiento de uno de los más brillantes escritores de la lengua).

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