Con generosidad característica, el director de la Facultad de Arquitectura, Juan Ignacio del Cueto, me invitó a decir unas palabras en la ceremonia de homenaje a los arquitectos de la Generación 1954 de la Universidad Nacional Autónoma de México, de cuyo ingreso a nuestra alma mater se cumplieron setenta años el pasado 3 de marzo. He aquí lo que leí en la ocasión.

Ciudad Universitaria, 11 de marzo de 2024

Queridas amigas y amigos:

Antes que nada deseo agradecer al director de la Facultad de Arquitectura, Juan Ignacio del Cueto, por darme la oportunidad de dirigirme a ustedes en esta memorable ocasión. Lo ha hecho porque está al tanto del inmenso cariño que profeso al oficio arquitectónico, pero sobre todo porque sabe que soy hijo de uno de los miembros de la generación que hoy celebra 70 años de su ingreso en nuestra Universidad, y especialmente porque tuve la oportunidad de conocer a muchos de quienes la han conformado.

Programa de actividades de ese día.

Además de mi cercanía con mi padre, en la afinidad con esos compañeros suyos influyó decisivamente mi temprano gusto por la arquitectura, puesto que yo mismo crecí entre el despacho arquitectónico y la obra, estuve presente en los colados, olí el aroma de la mezcla y ayudé a sacar las cuentas de la raya, subí y bajé las estrechas, inseguras y vertiginosas rampas de madera que durante el proceso de construcción, mientras las escaleras no estuvieran acabadas, solían ir de un nivel al otro, y participé en innumerables celebraciones del día de la Santa Cruz, comiendo barbacoa y bebiendo pulque con esos seres extraordinariamente nobles que son los albañiles, sin quienes la arquitectura, con toda su grandeza, nada sería. Si bien desde una perspectiva no profesional, de aficionado, la arquitectura y el estímulo del arte arquitectónico y hasta la amistad con algunos arquitectos, célebres algunos de ellos, han sido uno de los principales intereses de mi vida.

De este modo me retrató mi amigo Alberto Kalach en su taller arquitectónico a mediados de la década de 1980, cuando hacíamos la revista Alejandría.

Era 1981, calculo ahora, en el momento en que los miembros de la Generación 54 empezaban a rondar el primer medio siglo de vida, puesto que nacieron en la década de 1930, cuando surgió entre ellos la necesidad de empezar a reunirse nuevamente. El primer momento en que los vi como un todo, en que sentí digamos que el espíritu de la Generación, fue cuando la inolvidable Lita Mendiola y otros entusiastas organizaron un paseo de un día por los edificios religiosos del siglo XVI del estado de Morelos, y por vez primera entre ellos, atento a sus observaciones, fijándome en los detalles que señalaban con enorme conocimiento y maestría pedagógica, estuve en los templos y conventos de Yecapixtla, Tlayacapan, Tetela del Volcán, quizás Ocuituco, lugares donde la arquitectura mexicana hizo una de sus máximas aportaciones a la arquitectura universal, y a los que luego, a través de los años, he regresado en diversas ocasiones. Por vez primera conocí los templos de una nave, las capillas posas y muy particularmente las capillas abiertas a las que luego tanto me aficioné, y de las que me he convertido en un estudioso, no por serlo de manera amateur, menos lleno de interés y de pasión. 

El magnífico estudio de George Kubler sobre la arquitectura mexicana del siglo XVI. Hay una edición reciente en el catálogo del FCE, aunque lamentablemente muy descuidada y llena de erratas.

Esa noche extraje de la biblioteca paterna el gran estudio de Kubler sobre arquitectura mexicana del siglo XVI, que hoy atesoro: es un libro al que he regresado en infinidad de ocasiones, y no menos que eso, un recuerdo muy especial de uno de los días que no dudo en considerar como uno de los más felices de mi vida.

Algunos de los miembros de la Generación 1954 de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, el pasado 11 de marzo, poco antes del inicio del homenaje por los 70 años de su entrada a CU. En el orden acostumbrado, de adelante hacia atrás: Enrique Echeverría, Fernando Fernández Bueno y Marciano Carrasco, en la primera fila; en la segunda, Marco Antonio Gómez Cardoso, Arturo Callejas y Emilio Huidobro. Atrás, Remigio Agraz Güereña. Foto: FF

Fue quizás como consecuencia de ese primer acercamiento, y como una nueva actividad de los exalumnos de la Generación 54, que algunos de los compañeros de mi padre, que supieron de mi interés por la literatura y particularmente por la poesía, me invitaron a leer poemas, cuando no tenía ni 18 años, y me ofrecieron para ello el auditorio del Colegio de Arquitectos de México en su vieja sede de Avenida Constituyentes, donde leí, acompañado de un amigo músico, algunos textos que no sólo no han sobrevivido sino que ahora me avergonzaría tener que reconocer como míos.

La propia Lita ofreció su departamento de la colonia La Florida para repetir la experiencia en un entorno más íntimo y propicio, en medio de un grupo más selecto de arquitectos. Ya para entonces había tenido la oportunidad de conocer en persona y de tratar en diversas medidas a algunos de ellos, como a Juan Luis Laris, quien hizo tanto por reunir a los miembros de esta generación, pero asimismo a los que habían sido y luego fueron cercanos a mi padre, entre ellos Poncho Plascencia o Jorge Zurita, Nacho Cassem y Robbie Bachur, José Juan Zorrilla y Chuy Barba, todos ya fallecidos. Tengo especial recuerdo lleno de simpatía y cariño del genial y escurridizo Paquito Vargas de la Llave, e incluso llegué a saludar, si bien no recuerdo haber conversado con él, a Juan José Díaz Infante, y hasta a Manuel Rocha Díaz, con quien sí mantuve alguna conversación, singularmente sobre las enormes dificultades que afrontaba para dejar de fumar, cosa que, me parece, al fin consiguió, padre de mi coetáneo, el brillante arquitecto Mauricio Rocha Iturbide, quien tomará la palabra después de hacerlo yo. 

En la foto, Lucía Zesati, coordinadora de Vinculación con los egresados de la Facultad de Arquitectura y responsable de la organización del homenaje, y el arquitecto Mauricio Rocha Iturbide. Foto: Ángeles Lagos

De la Generación 54 de la Facultad de Arquitectura también formaba parte quien fue el mejor amigo de mi padre, Manuel Sánchez Santoveña, mi padrino de bautizo, un hombre de una cultura y una sensibilidad excepcionales, el egregio descubridor de los restos de Sor Juana, el autor del gran catálogo de la arquitectura del Virreinato de lo que luego se llamó centro histórico, volumen aparecido en 1964, año de mi nacimiento, hace ahora exactamente 60 años, y que presentó como tesis de licenciatura en esta Facultad. Una vez que cambió los compases y el papel albanene y el restirador por los caballetes de la pintura, Manolo terminó sus días como profesor de la escuela de artes plásticas de Taxco, en cierto modo a la sombra del portentoso templo de Santa Prisca y de todo lo que para él significaba la cultura virreinal.

Ejemplar del número 38 de la revista Viceversa (julio de 1996). La entrega principal de ese número fue el reportaje «Los 10 mejores edificios de la ciudad de México».

Cuando dirigí la revista Viceversa, en los años noventas del siglo pasado, dediqué un número a intentar averiguar cuáles son los mejores edificios del siglo XX construidos en esta ciudad. Formamos un jurado ambicioso, del que fueron parte arquitectos tan brillantes como Carlos Mijares Bracho, Agustín Hernández, Abraham Zabludovsky y Alberto Kalach. El primer lugar, sin duda ninguna, lo ocupó la Ciudad Universitaria, y entre los edificios históricos que la conforman, curiosamente, muy en específico, cosa que no dejó de llamarnos la atención, el Estadio Olímpico. 

Siempre hubo en ellos, en los miembros de la Generación 54 de esta Facultad, el gran orgullo de haber sido la que inauguró la magnífica Ciudad Universitaria. Estoy seguro de que fue una grandísima lección arquitectónica llegar a este mundo de edificios bien acompasados, unidos en su diversidad, variados como la universalidad a la que pretendían representar y en perfecta armonía con la naturaleza en el momento en que acababan de ser concebidos, cuando todo era tan reciente, como dice García Márquez, que carecía de nombre y para referirse a ello había que señalarlo con el dedo. Grandes maestros tuvieron los octogenarios a quienes hoy celebramos y la lista incluye los nombres de José Villagrán García, uno de los autores del edificio de esta Facultad, Federico Mariscal, Mathias Goeritz, Félix Candela, Juan de la Encina, José Luis Benlliure, Antonio Peiry, José Antonio Tonda, José Caridad Mateo, Jorge González Reyna, Miguel Celorio Blasco, Juan José Rebeles y un largo etcétera. Si ellos fueron fundamentales para el conocimiento del oficio, para el desarrollo de sus estilos personales, no lo fueron menos las paredes de este noble edificio, que hoy celebra 70 años de haber recibido a los primeros estudiantes.

Ejemplar de El círculo y el compás autografiado, donado a la Facultad de Arquitectura, en manos de Sandra Álvarez, coordinadora de la biblioteca. Foto: FF

En semanas recientes, mi padre, Fernando Fernández Bueno ha publicado un libro de memorias, en edición restringida a unos pocos ejemplares, que inmediatamente se han agotado. En las páginas de ese libro ocupa un lugar trascendental su oficio arquitectónico, los edificios que construyó, las dificultades y las alegrías de una vida en la arquitectura que comenzó por su paso por estas aulas. Conmovedoramente memorioso, recuerda la belleza y la grandiosidad de Ciudad Universitaria, cuando la Escuela de Arquitectura se mudó, al mismo tiempo que Ingeniería y algo de los primeros años de Comercio y Administración. La disposición del edificio de dos plantas, los ocho talleres. Y por supuesto, los detalles humanos de la experiencia, como las violentas novatadas o las repentinas. 

El círculo y el compás, edición privada de 40 ejemplares. México, 2023.

El libro se llama El círculo y el compás. Dice que él es el punto donde se clava la punta del compás y sus seres queridos, su entorno, el mundo que fue el suyo, hasta los 89 años de edad que tiene actualmente, el círculo que traza ese compás. Quiero pensar que también el paso de todos ellos por esta Facultad, por esta Universidad, por estos ilustres edificios, suponen el punto donde encaja el compás, y lo que vino después, la generación que ustedes conformaron, a través de la obra que dejaron en su paso por él, es ese círculo que por naturaleza anhelan describir todos los compases.

Fernando Fernández Bueno y Juan Ignacio del Cueto, director de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, el pasado 11 de marzo, en la comida que siguió a las actividades en CU. Foto: FF

Me da vértigo pensar que en el año de 2052 se cumplirán 70 años de mi entrada a nuestra Universidad, en mi caso, a una de las facultades que están del otro lado del campus, la de Filosofía y Letras. Para esa fecha, en el caso improbable de que llegue a verla, tendré 88 años, uno menos de los que tiene ahora mi padre, que hoy celebra con ustedes las siete décadas de su ingreso a esta vieja y siempre renovada escuela, y a quien abrazo desde este lugar, como una manera de saludar a sus viejos amigos y compañeros, a los que están y a los que ya se han ido. Felicidades a la Facultad, a él y a ellos.

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