
Doy, como siempre buscando otra cosa, con la fotografía que llevaba Santos Fernández Bueno en la cartera, la que trajo consigo media vida hasta que la mandó ampliar, la enmarcó y la colgó en una pared del Despacho, donde la tuvo visible hasta su muerte. Mi padre y yo estamos escogiendo imágenes para ilustrar la edición de sus memorias, recién terminadas y en proceso de corrección, y para ello acudimos a los viejos álbumes que fueron de mi abuela. En sus páginas encontramos todo género de imágenes: una foto de grupo de los invitados al banquete de la primera comunión de Fernando y Carmina, en el salón El Cisne; dos o tres retratos menudos de Quilo el Joven como alumno de la primaria del Colegio México; Florentino, recién llegado a México; la mujer que crió a Florentino; la fachada del negocio familiar en la esquina de Manuel Payno y Bolívar; Fernanda y los hijos casi al completo en una playa de Veracruz. Me sorprende una foto anterior a todas ésas, el retrato de un Santos jovencísimo, en México desde hace no mucho, él siempre tan espartano y severo, esta vez tocado con un alegre canotier.

No menos sorpresa me causa encontrar una preciosa foto de Asiegu que tampoco recuerdo haber visto antes. Como cuando me vi delante de un queso de Cabrales, que mi amigo Gonzalo Celorio me convidó en su casa como una vianda exquisita, y resultó que había sido hecho en el pueblo de mis abuelos, también ahora le mando una nota telefónica a Javier Niembro, mi gran amigo e interlocutor en la comarca cabraliega, para acompañar el envío de la imagen.

Javier, como siempre, contesta con su entusiasmo y conocimiento al detalle sobre todo lo que tenga que ver con el pueblo de nuestros ancestros (el pueblo donde está criando a sus hijos), y me hace saber que el sitio que aparece retratado en la imagen, y que reconoce al ojo, se llama La Jábriga. Me pide que le haga una foto mejor, mejor encuadrada, y vuelvo a mandársela.

Pasada la sorpresa, y los primeros comentarios admirativos (el encuadre perfecto, la calidad misma de la reproducción fotográfica, la vista del Naranjo de Bulnes), comentarios entusiastas que comprendo mejor que nadie, me pregunta si sé de quién era el coche que aparece también en ella. Mi padre, que está del otro lado del sillón, con los álbumes desplegados entre nosotros, me dice que lo ignora, como no podría ser otro modo puesto que la foto debe de tener más de 70 años. No duda, en cambio, en adjudicar a su tío Ángel la autoría de la nota escrita al reverso, en la que se lee: «Para Santos, una vista de la carretera de Asiego. Con un saludo de Ángel«.

Ángel, sí, por supuesto, Ángel el de Carmela, el simpático y algo descabalado personaje de Oriundos que estaba casado con la hermana de mi abuela Fernanda. Ángel y Carmela conformaban un matrimonio singular, compuesto por dos seres tan distintos entre sí, tan claramente la contraparte paradójica el uno del otro, que eran, en una palabra, una pareja perfecta.

El interés que tiene la foto es inmenso, pero sólo puede entenderlo quien esté al tanto de lo que hay detrás de ella: considérese, de entrada, que el pueblo no tuvo carretera sino hasta mediados del siglo pasado. Conservo las cartas que intercambiaron Santos y su tío Fernando Bueno, cada uno de ellos de un lado del océano, el tío en Asiegu de Cabrales y el sobrino en México, para hablar sobre el proyecto de la carretera, la obra pública más importante del pueblo durante todo el siglo XX. En esa serie de cartas, ambos personajes hablan del modo en que se consiguió el dinero para hacer frente a su construcción a finales de la década de 1940, quizás la más difícil del siglo en España –dinero que vino enteramente de los emigrantes establecidos en México, Santos uno de ellos–. No menos que eso, tío y sobrino intercambian noticias sobre el proceso mismo de construcción, culminada poco después de la muerte del tío, ocurrida la víspera del día de San Juan de 1950. Por eso entiendo la foto, y también la nota de Ángel, y sobre todo lo que significa la imagen para los dos.

Con todo, la mayor sorpresa del paseo por los álbumes de Fernanda (o lo que queda de ellos, porque en algún momento fueron desvalijados selectivamente por una mano ligera), llega al último: se trata de la foto original de la Escuelina, el alma de todas las historias recogidas en Oriundos, en la que aparece el padre de Santos y los niños de la escuela mixta de la que era maestro, pero no la que me prestó Florentino, ampliación intacta y en perfecto estado de conservación que jamás salió de Asiegu y acaso ni siquiera vio la luz del día nunca más que unos pocos minutos, guardada como estuvo celosamente en un armario, y que por lo tanto sigue en esas condiciones cien años después de haber sido tomada, la misma foto de la que hice la reproducción, en la resolución más alta posible, para acompañar las ediciones de mi libro.

No me refiero a ésa, sino a la foto auténtica, quiero decir la que de verdad llevó Santos consigo durante cincuenta o sesenta años, y en cuyos dobleces y recortes se advierte parte de cuanto atravesó para llegar hasta los tiempos que corren. Ahí está, fijada en el álbum, sobreviviente de todo, modesta y en silencio, la misma foto que lo acompañó como un talismán o un objeto devoto a lo largo de su aventura americana, desde no mucho después de los 17 que tenía cuando emigró hasta los 96 que estuvo a punto de cumplir en 2002, año en que finalmente lo alcanzó la muerte. Sin desprenderla del álbum al que pertenece, le hago unas fotos con mi celular y me prometo publicarla en mi blog para compartirla con quienes leen Siglo en la brisa.

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