La promotora cultural asturiana Griselda Coro Niembro, con quien, según me explica mi primo Félix, me une el parentesco familiar, me escribió hace poco más de un año para pedirme algún texto que pudiera ella grabar con su voz e incluir en su sitio de podcasts. Desde el principio me pareció que las páginas que mejor podían prestarse a un proyecto de esa naturaleza eran las que dediqué a mis recuerdos de Antonio Poo, las cuales forman parte de Oriundos.

Oriundos fue publicado aquí por Cataria en 2018. En los dos años siguientes aparecieron dos ediciones más, una en España y otra nuevamente en México, siempre bajo el sello de esa editorial.

La petición de Griselda, quien colabora con un ensayo en el magnífico libro Miguel Rojo Borbolla. Fotografías de la vida campesina (Puertas de Cabrales, 1904-1913), editado en 2007 por mi amigo Juaco Álvarez, me ha permitido tomar en serio la tarea largamente postergada, y luego culminada con no pocas dificultades (lo que explica en parte mi tardanza en responder a su invitación), de dar con una buena foto del personaje, uno de los más singulares del mundo de españoles en México entre quienes yo me crié.

Miguel Rojo Borbolla. Fotografías de la vida campesina (Puertas de Cabrales, 1904-1913), edición de Juaco Álvarez López (Muséu del Pueblu d’Asturies, Gijón, 2007), es un libro sobre el extraordinario fotógrafo cabraliego.

Es cierto que, para escribir sobre Antonio Poo, como hice en su momento, no fue necesario tener nada delante: tan firmemente quedó pintada su estampa en mi memoria infantil que lo hice sin recurrir a nada más. El resultado, por cierto, se parece bastante a lo que veo ahora, viente años más tarde, una vez que he conseguido hallar no una sino dos diapositivas donde aparece él.

Antonio Poo, a la izquierda de la imagen; a continuación, Obdulia, Estrella, Marisa y Mariquita, todas ellas españolas emigradas a México. Arriba, los jóvenes Fernando (hijo de Mariquita) y Aquilino (hermano de mi padre). Ciudad de México, 1959. Foto: Fernando Fernández Bueno.

El azar ha querido que sea Antonio, en la primera de ellas, el hombre sentado a la izquierda de la imagen, a quien la luz alumbra directamente para que podamos verlo como era en 1959, esto es unos cinco años antes de aparecer en escena yo. Posa al lado de un grupo de rotundas señoras de la emigración, en el jardín de la casa de mis abuelos, en la colonia Polanco. Una década después del domingo fijado en la foto, el jardín será demolido, junto con la casa de la que formaba parte, para dar paso al edificio de Hegel 336 que vemos actualmente delante de lo que hoy conocemos como Plaza de Uruguay, escenario de muchas de las historias de mi libro, de Oriundos quiero decir, por supuesto, pero ahora que lo pienso también de algunas otras recogidas en Palinodia del rojo (2010) y Viaje alrededor de mi escritorio (2020).

En la foto, estatua dedicada a la memoria de José Artigas, héroe nacional del Uruguay. Está en el jardín consagrado a ese país, en Polanco, escenario de diversas historias recogidas en mis libros. Foto: gobierno de la ciudad.

En una segunda diapositiva, que es de ese mismo día, podemos ver a Antonio al fondo de la imagen mientras escucha a otro emigrante español en México, no asturiano sino leonés, don Daniel Álvarez, abuelo de mis primos de ese apellido, quien está explicando a nuestro personaje algún asunto que, para transmitirse de manera convincente, ha debido involucrar un intrincado ademán.

En primer plano, José Luis Fernández Bueno, asimismo personaje de Oriundos (Pepe Luis), ensaya un twist con pericia. Detrás de ellos, dos emigrantes españoles en México: el de la izquierda es Antonio Poo. Foto: Fernando Fernández Bueno.

Lo más llamativo de las fotos, para mí, está en la primera de ellas, y viene a confirmar con un detalle más que elocuente el aspecto esencial de la historia de Antonio, al menos en el modo en que quedó impresa en mí. Quien se fije en sus manos, verá que se nota en ellas el avanzado deterioro artrítico contra el que luchó infructuosamente durante largos años. Su estado justifica el que hubiese depositado sus averiadas esperanzas en los remedios alternativos para detenerlo, entre ellos, muy en particular, como se verá más adelante, el ajo.

Las manos de Antonio Poo dan cuenta del avanzado deterioro artrítico contra el que luchó infructuosamente, de todas las maneras, durante largo tiempo.

Gracias a Griselda Coro Niembro por el interés en un texto mío, y gracias asimismo por el resultado de su grabación. Quien quiera oír su lectura, haga click sobre estas palabras. Para quien desee tener el texto delante mientras la escucha a ella, lo reproduzco con gusto a continuación.

Griselda Coro Niembro abraza el tronco de un gran texu, árbol ritual céltico muy apreciado en el norte de España. Foto tomada de la cuenta de ella de Facebook.

[Antonio Poo. Fragmento de Oriundos (Cataria, 2018)]

Como un tropel incontenible, en menos de nueve años vinimos al mundo los primeros ocho nietos de Santos y Fernanda; mi turno llegó el 12 de junio de 1964, miércoles, a las siete de la tarde. Desde unas horas antes, antes incluso de que mi madre fuera conducida a la Sala de Partos, en la sala de espera de su habitación, un espacio cuadrilongo más bien pequeño que solía estar atestado de flores, ya estaba Antonio Poo. Mi madre lo sabía por el olor a ajo.

Aquel asturiano de mirada achinada y azulosa y bigotito delineado a la perfección, invariablemente vestido de saco y de corbata, vivía en el asilo del Sanatorio y nunca se perdía ningún acontecimiento de nuestra familia que tuviera como escenario aquel espacio que él, nunca sin alguna amargura y siempre con toda razón, consideraba su propia casa. Había llegado a México muy joven pero pronto unas dolencias reumáticas lo postraron imposibilitándolo para cualquier esfuerzo físico; como su estado era más que precario, no tuvo más remedio que buscar el amparo de la Beneficencia. Antonio vivía en el asilo desde hacía tanto tiempo que ya no se tenía memoria del día de su llegada y era parte del Sanatorio igual que el ladrillo de sus paredes, sus fresnos centenarios y sus gatos.

Antonio Poo había nacido en La Malatería, un pueblo cuyo origen era un hospital de leprosos fundado en el siglo XVII. Está en el camino a Cabrales, cuando se va de Llanes por la carretera llamada del Río de las Cabras. Foto: internet.

Su hermana, que era como él de la Malatería, un pequeño pueblo de Llanes camino de Cabrales, había conocido a Florentina, la madre de Fernanda, en el barco que las trajo a ambas a México. Como tenían la misma edad, como las dos eran asturianas y se parecían sus historias, se hicieron íntimas desde la primera conversación. Aquel dato, tan valioso lejos de la tierrina, había convencido a Antonio de que aquellos cabraliegos que un año sí y otro también pasaban unos días en un ala del edificio de Maternidad eran su familia más cercana, y era incapaz de vivir sus celebraciones como si no fueran suyas. Cada brote de un nuevo retoño de aquellos asturianos representaba una oportunidad de interrumpir por unos días sus apretadas soledades y obtener de paso un poco del afecto del que siempre andaba ayuno. Y ya que no podía adquirir unas simples flores o unos caramelos rellenos o un juguetito bobo, se apostaba de día y de noche en la salita de espera de la habitación de la recién parida, entre los ramos de las rosas y los claveles, los arreglos de las gardenias y las lilas y las aves del paraíso que llegaban de todas las procedencias, y no había poder que lo apartara ni siquiera por un instante de ese lugar.

Y la verdad es que hubiera sido tolerable porque era más silencioso que una noche sin estrellas y su estampa allí tan quieto entre las efusiones cromáticas de las inflorescencias, con esos ojos rasgados como de gato, profundos y serenos de tan azules, y aquel bigotito en el que aplicaba todos sus cuidados, no podía resultar sino conmovedora, pero se daba la circunstancia de que alguien, no se sabía quién, nadie dentro del asilo, donde estaba prohibida cualquier medicación alternativa, lo había convencido de las virtudes terapéuticas del ajo para la cura de todos los padecimientos, empezando por los reumáticos, que eran los suyos, y el bueno de Antonio lo ingería de todas las maneras en las tres comidas del día con el resultado de que rezumaba ajo por todas partes, le afloraba por la totalidad de los poros de su cuerpo y le asomaba por los ojos a fuerza de llorarlo con las lágrimas. Por si fuera poco, se echaba a los bolsillos de la chaqueta una cabeza de ajos repartida con bastante idea de las proporciones, por lo que siempre lo acompañaba un efluvio que no era precisamente de ámbar y que sólo él, oh triste destino, era el único en no percibir.

Eso sí: experto siquiera por simple observación en los usos y costumbres de aquella vida hospitalaria, era el primero en atestiguar lo que pasaba en la habitación en la que hacía las veces de custodio acomodado en la salita contigua, de velador desvelado, de atalaya entre aquella tupida floresta, y siempre conseguía ser uno de los primeros en tener entre sus brazos al recién nacido, con frecuencia antes que los familiares más cercanos, y en opinar sobre aquellos pelos ralos o aquella pelambrera atípica, y era él quien sonreía más que ninguno, con genuina emoción, abriendo mucho los ojos de cobalto rasgado cuando la criatura abría por un instante, grisáceos y hasta inciertos, los suyos, acaso por segunda o tercera vez en esta vida.

Imagen del día de mi bautismo. Me lleva en brazos Mariquita, la mujer de mi tío abuelo Florentino. A su lado, el padrino del bautizo, Manuel Sánchez Santoveña, arquitecto y pintor, gran amigo de mi padre. Entre ellos, al fondo, asoma los ojos Antonio Poo. Capilla de Maternidad del Sanatorio Español de México, junio de 1964.

Llegado el día del bautizo desaparecía un par de horas y corría a acicalarse, cruzaba como un gato furtivo los jardines del Sanatorio y volvía al asilo por vez primera con luz de día en toda la semana, se encerraba en el baño donde se daba a la tarea de delinear aquel bigotito que lucía algo desdibujado, y sin cambiarse de ropa, echándose una gragea de ajo a la lengua y confirmando que los dientes de lo mismo estuvieran en su sitio, salía corriendo a Maternidad y llegaba a tiempo para colocarse entre la parentela apelotonada en la capillita, se abría paso hasta hacerse hueco a un par de metros de la pila bautismal, en el lugar reservado para los de casa, al lado de Santos y Fernanda, todavía por delante de Quilo el Viejo y Florentino, muy pequeñito y muy serio y de chaqueta y bigotito, metido en aquel olor que era insufrible pero que todos le perdonaban por tratarse de él, de su ímproba soledad y su bondad a toda prueba, asistiendo a aquellos juramentos de renuncia al demonio que se hacían en nuestro nombre, y a los cuales, después de todo, no les venía mal una buena descarga de olor a ajos.

Más sobre Oriundos en este blog:

El libro.

Cuatro pasajes.

La postal que acompaña la edición.

Todos los nombres.

El momento en que llega el primer ejemplar a Asiegu (video).

La edición española.

Entrevista con Leonardo Curzio.

La foto de la Escuelina, impresión original.

Oriundos, tercera edición.

Una página no incluida.

Un comentario en “Imagen de Antonio Poo

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