
Fue un momento risueño y misterioso. Nos habíamos encaminado, en el interior de la catedral de Toledo, por el lado de la Epístola, hacia la girola, y adivinábamos ya a nuestra izquierda y adelante el célebre transparente, aquella inesperada entrada de luz practicada en la pared del ábside del templo que arroja su rayo oblicuo a espaldas del altar mayor. Mi padre me tomó del brazo y me dijo que acababa de acordarse de que aquella madrugada había tenido un sueño curioso: en él, añadió, yo le confesaba que era judío. El carácter ritual del viaje con que celebrábamos su llegada a los ochenta años, lo inusitado del sueño, la belleza y solemnidad del templo catedralicio, todo contribuyó a que el comentario me golpeara suavemente con una sincera emoción.

Siempre oí decir, entre los miembros más avispados de la sociedad de emigrantes asturianos entre quienes fui criado (Pepe Luis, Manolo Viejo, etc.), que Cabrales, aquel lugar del norte de España de donde nuestras familias provenían, una comarca apenas hace un siglo extraviada en las montañas más inaccesibles e inhóspitas, había servido de refugio a no pocas familias que decidieron permanecer en la Península cuando los judíos fueron expulsados a finales del siglo XV.

No sé hasta dónde esa afirmación cuente con el beneplácito de los historiadores, pero el aspecto de los más ancianos de esos pueblos, hombres y mujeres de aspecto severo y mirada melancólica, apellidados Rojo o Bueno, Blanco o Viejo, me hicieron siempre encontrar sugerente la idea.

La imagen es de junio de 2018. Foto: FF
Como es bien sabido, a diferencia del estratégico puerto de Rotterdam, que fue destruido por las bombas de los nazis, Ámsterdam, la ciudad donde unos siglos antes había vivido Rembrandt, sobrevivió a la guerra una vez que la comunidad judía fue desgarrada y entregada a la aniquilación. A unos metros tan sólo de la casa del gran pintor del XVII se advierte la diferencia del barrio judío, cuyas casas, puesto que estaban abandonadas, fueron desmontadas para servirse de sus materiales en los crudos meses invernales de la guerra.

La arquitectura de la ciudad es bastante uniforme salvo en esa zona, en donde muchas casas fueron levantadas de nuevo con métodos y materiales ya del siglo XX, y su aspecto produce en quienes las contemplan una extraña sensación de contraste. No dejé de visitar, por supuesto, la gran sinagoga portuguesa, donde mi amiga Lola García Zapico, quien me acompañaba en ese trayecto del viaje, me retrató con la kipá que es obligatorio llevar durante la visita.

Más tarde, pero ese mismo día, acudimos al Hollandsche Schouwburg, el teatro en donde los judíos fueron retenidos, juzgados y condenados. Siempre me han interesado los teatros, incluso vacíos y sin montajes, y más aun los que han dado en llamarse “teatros de la historia” (como aquel de la República, de Querétaro, en donde se juzgó a Maximiliano y se firmó la Constitución de 1917). El de Ámsterdam es el más conmovedor de cuantos he conocido.

Foto: FF.

Quienes idearon la manera de preservarlo tomaron la decisión de conservar algunas paredes del fondo del pequeño edificio, pero sin techo, al aire libre. El efecto es de una sobria pero violenta desolación, conforme a los crímenes que fueron cometidos en él. Nada más elocuente de las atrocidades que se perpetraron en ese foro que el vacío a cielo abierto, que cae como una losa sobre lo que alguna vez fue el escenario y el patio de butacas y repercute agresivamente en quienes lo visitan.

Antes de entrar a lo que fue propiamente el foro, o de salir, más bien, al aire libre, visité el modesto pero terrible museo que ilustra lo que ocurrió en esa ciudad y ese teatro. En el nivel de entrada, a la izquierda según se entra de la calle, hay unas grandes placas verticales en donde están inscritos, contra fondo negro, los apellidos de los hombres y las mujeres que fueron desaparecidos en la ciudad y más tarde asesinados durante el trágico lustro que va de 1940 a 1945. Entre los cientos de nombres consignados allí, encontré el de una familia, supongo que de origen portugués, apellidada «Fernandes».

El único poema de Oscuro escarabajo que no fue escrito entre 2015 y 2016 se llama “La buena memoria”. Lo redacté unos quince años antes, en 2001, en un bar a cielo abierto una tarde dominical durante un descanso en el camino en un viaje por algunas ciudades españolas (San Sebastián, Bilbao, Santander, Gijón) en compañía de mi amigo Fernando Rodríguez Guerra.

Su tema es aquello que produce en nosotros ese género de viajes ambiciosos por varias ciudades en pocos días que emprendemos los latinoamericanos en Europa. Con el paso de los días y las ciudades no sabemos ya con exactitud en dónde vimos aquella plaza, en cuál sitio exactamente estaban aquel pozo o esa fuente. Al final, todo ello queda extraviado y confundido en nosotros y acaba componiendo en nuestro interior una apretada ciudad en donde hay callejas que se curvan en tanto avanzan, casas que se amontonan unas contra las otras, esquinas que han dejado de serlo, todo lo cual, en conjunto, termina por dibujar un mapa caprichoso parecido al de esas fascinantes juderías españolas como las de Córdoba o Toledo. De eso se trata el poema: uno perderá los detalles de la localización de los sitios que visita, pero esos lugares tienen adentro de nosotros una réplica en donde, como un sueño, todo conserva un aire un tanto distorsionado, pero legítimo.

de Heiner Müller, que montó en 2018 en el Foro Castalia del Seminario de Cultura Mexicana. Foto: FF
Dediqué el poema a mi memorioso amigo Sergio Vela, apasionado conocedor de la cultura judía, con quien hace poco celebré nada menos que cuarenta años de amistad sin interrupciones y a quien me une todo género de evocaciones y recuerdos. Hasta su inclusión en mi libro de poemas más reciente, aparecido en 2018, el mismo año que estuve en Ámsterdam, nunca lo había publicado. Y es que en 2010, cuando armé Palinodia del rojo, me pareció que no tenía nada que ver con ninguno de los otros poemas incluidos en sus páginas. Ocho años más tarde, en cambio, encontró su lugar con toda naturalidad en Oscuro escarabajo. Lo reproduzco a continuación para que lo conozcan quienes se asoman a esta página en línea.
La buena memoria
A Sergio Vela
En unos días habré recolocado
esta plaza con torre,
esa fuente
al final del acueducto, el pozo sin brocal
de aquella bocacalle
en un espacio ajeno a ésta
y otras calles.
Para entonces
ya no podré decir
en qué ciudad ni cuándo exactamente
estaban,
si fue en ésta, o aquélla, al mediodía,
o una noche con luna,
si en un rincón del casco antiguo
o en el centro de aquella ciudadela
al lado de la ría.
Mucho menos podré decir entonces
si quedarán fincados e infinitos,
para siempre inmutables
y en su sitio,
incesante aquella plaza con torre,
persistentes las aguas
de la fuente, detenido en alguna bocacalle
el pozo sin brocal.
Pero en otra ciudad
que poco o nada se parece a alguna
de éstas,
en la que todo cambia
y nunca encuentro nada
(ni el pozo ni la fuente ni la plaza),
allí estarán,
allí estarán,
en una u otra esquina
–en esta calle o la otra, al lado de mercado
o de la sinagoga,
de mi íntima y segura
judería.

Más poemas en este blog:
Hola! Mi familia paterna es granadina. Pero alguna vez supe que los Delgado eran judíos de Santander que se refugiaron en el sur. Muy interesante la historia española! Gracias Josefina Delgado
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Muchas gracias por su comentario. El tema es interesantísimo e inagotable. Un abrazo cordial.
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