
¿Qué puedo decir más allá de lo que veo, de lo que vi desde que empecé a interesarme en su obra después de descubrirla en una famosa secuencia de La dolce vita, y más tarde sobre todo, cuando anduve tras ella en libros o páginas en línea, y por último cuanto pude apreciar en persona hace unas semanas, de paso por la ciudad donde vivió y murió?

Foto: FF
Eloy Tarcisio, artista plástico, viejo conocido mío, me pregunta en Facebook qué me gusta de los cuadros de Morandi, qué es lo que veo en ellos. Su pregunta me hace ver que en el post de hace unas semanas me faltó decir algo al respecto. Corro a responderle: la perfecta serenidad de sus imágenes; el exquisito buen gusto de sus combinaciones de color; la sustancia misma de la materia pintada, que sólo se aprecia plenamente delante de sus óleos, como constaté por vez primera en persona el pasado octubre. Incluso en las fotos que hice con el teléfono celular se alcanzan a apreciar los aspectos que me interesan: el modo en que se extiende la pincelada, dejando su huella generosa; el temblor que acompaña el borde de los objetos; el que no se muevan éstos del sitio que les dio su autor, pero den la impresión de que vibran, revelando algo que me conmueve y quizás no sabría explicar.

Lo que no dejé de decir en aquel post es que ha sido una grata sorpresa dar con Morandi en las páginas de Vesuvio, la espléndida novela de Marco Perilli, por cierto extrañamente ignorada por la crítica nacional, que presentamos Alberto Ruy Sánchez y yo en el viejo Centro Asturiano de Orizaba y Puebla. Como una manera de añadir algo sobre Morandi y mostrar de paso algo de la novela, he pedido permiso a mi amigo italomexicano para reproducir el pasaje donde aparece la mención a la obra del pintor boloñés. Lo hago para ofrecer a Eloy Tarcisio y a quienes se asomen a leer una página especialmente aguda sobre la naturaleza de la trascendencia de la obra de Morandi y el efecto que produce en nosotros.

Vesuvio [mínimo fragmento]
Por Marco Perilli
Entró, despachó brusco la letanía de la señora en la taquilla con su pedestre maquillaje y subió dirigiéndose a las salas de la colección permanente. Recorrió el trayecto hasta dar con los Morandi. Echó una mirada. Se acercó a la naturaleza muerta horizontal, insólita, efectista. Dio unos pasos y se detuvo frente a la naturaleza muerta de 1956.

Colección Augusto e Francesca Giovanardi.
Ocho elementos. Once, incluyendo los planos. Tres paralelepípedos graduados en escala de ocres. Un objeto cilíndrico y blanco a la derecha. A la zaga, tres botellas borgoñonas: una blanca y dos tierra de Siena oscuro. Y una jarra, de cobre, con el asa blanca. […] Luz frontal. Rectángulo, un cuadrado alargado en vertical. Los tres planos diluyen la severa progresión del equilibrio: el horizonte apenas caído respecto al punto medio, la arista del plano que sostiene los objetos (¿una mesa? ¿un mueble abstracto? ¿espacio absoluto?) caída respecto al punto áureo de la parte inferior, punto áureo que mesura el intervalo entre la base de los paralelepípedos y la orilla del cuadro. Líneas vacilantes, fragmentarias, un gesto negligente… Morandi pulveriza en la abstinencia esa pátina discreta del silencio. Recordó.

Las palabras afloraban de una vaga oscuridad y se esparcían en el paisaje ondulado de su pensamiento como relámpagos de una confesión. La voz de Mastroianni sonaba tersa, pulida. Absorta. Era la escena en la casa de Steiner en La dolce vita. Después de contemplar un cuadro de Morandi, en un estático arrebato, Marcello hablaba del arte que servirá mañana, un arte claro, neto, sin retórica, que no diga mentiras, que no fuera adulador… […] Morandi encerrado en su estudio durante la guerra, pintando botellas, naturalezas muertas, flores, botellas… Trazando círculos y elipsis en la hoja que ponía bajo las cosas, para medir distancias, calcular las proporciones, dibujando su diagrama del ritmo que acompasa el mundo. La impronta del ovillo en que habitamos. Fuga de la realidad, ceguera frente al curso de la Historia, falta de audacia del artista: cuántas necedades atribuyeron a Morandi la ignorancia impune o la vileza. Nadie, tal vez, haya contemplado la condición humana con tanta atención y maravilla, sumido en una pregunta elemental, antes y después de la tragedia. En esta superficie corva, o plana, de trazo incierto y de un color exangüe, en esas caras de sólidos baldíos, intuyes la incógnita dolosa de la convivencia, la comunión perpetua con el diálogo callado, la nostalgia de una meta que se afirma en tanto que se aleja. En esa tensión Morandi indicó la forma y el tempo de la odisea moral y sensorial del hombre, su alianza con la vida, con el momento que sucede, liberado de la soga fortuita de la causa, del tema que asfixia la criatura con la Historia.

Archivo de Marco Perilli.
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