El soneto está en un libro que me regaló David Huerta, Poesía erótica del Siglo de Oro de Pierre Alzieu, Robert Jammes e Yvan Lissorgues (Crítica, Barcelona, 1984). La prueba de su eficacia me la brindó cierta ocasión en 2016, cuando la Escuela de Escritores de Coyoacán acababa de fracturarse y unos amigos y yo decidimos proseguir el proyecto educativo en una casa en la colonia Narvarte que tenía delante dos imponentes palmeras.

En el grupo de primer ingreso había una muchacha espigada y llena de chispa, tan inteligente como simpática, cuyo nombre no recuerdo ahora. Tenía los dientes frontales graciosamente trompicados, lo que parecía añadir un toque de cuestionamiento suplementario al escepticismo con que escuchaba mi explicación de los poemas a los que dedicábamos la clase. Ninguno de los trucos que sacaba yo de la chistera de profesor de literatura acostumbrado a asombrar a los legos con pequeños efectos hacía mella en su certeza de que la poesía clásica (que ella identificaba con los versos medidos y rimados) no había producido ni un solo poema que pudiera gustarle. Fue así hasta que llegamos a este soneto del Siglo de Oro que yo mismo acababa de descubrir con un entusiasmo parecido al de ella (está en la página 19 del libro regalado por David):

Los ojos vueltos, que del negro dellos

muy poco o casi nada parecía,

y la divina boca helada y fría,

bañados en sudor rostro y cabellos,

las blancas piernas y los brazos bellos,

con que al mozo en mil lazos envolvía,

ya Venus fatigados los tenía,

remisos, sin mostrar vigor en ellos.

Adonis, cuando vio llegado el punto

de echar con dulce fin cosas aparte,

dijo: “No ceses, diosa, anda, señora,

no dejes de mene…” y no dijo “arte”,

que el aliento y la voz le faltó junto,

y el dulce juego feneció a la hora.

Como se ve, el soneto se ocupa del tema de la culminación amorosa que arrebata a los amantes al grado de quitarles el uso de la palabra. Para aquella muchacha, la lectura del poema (los ojos en blanco de quienes están absortos en el acto sexual, la boca helada por su violento inhalar y exhalar, el uso del verbo “menearse”…) fue una especie de pequeña epifanía: si la poesía clásica era capaz de crear algo tan ingenioso y divertido, quizás valía la pena prestarle alguna atención.

Al poco de recibir el libro de manos de David, lo mandé encuadernar. No tuve dudas para elegir el color de la encuadernación.

Acababa yo mismo de descubrir el soneto, como dije, y lo había hecho con un entusiasmo semejante al de ella aunque en mi caso no hubiera sido por el poema entero, que además de ser más bien algo convencional (el libro contiene otros que se ocupan del mismo asunto, resueltos de modo parecido) se deslíe en la última línea y pierde su fuerza, sino por un verso en específico, un verso que casi una década más tarde sigo encontrando verdaderamente encantador. Está en el primer terceto, cuando Adonis está a punto de alcanzar el orgasmo:

Adonis, cuando vio llegado el punto

de echar con dulce fin cosas aparte,

dijo: “No ceses, diosa, anda, señora,

El poeta se refiere a lo que no puede ser sino la eyaculación, y lo hace de una manera preciosa: “echar con dulce fin cosas aparte”. Porque, ¿cómo describir ese acto con palabras que transmitan la emoción de la poesía? “Lanzar con rapidez y fuerza el contenido de un órgano, cavidad o depósito, en particular el semen de los hombres o los animales”, define el verbo “eyacular” el Diccionario de la lengua española. En el caso de que deseemos decirlo de otras formas, la versión en línea de ese diccionario, que recientemente ha estrenado sinónimos y antónimos, nos ofrece las siguientes posibilidades: segregar, expulsar, expeler, excretar, arrojar, emitir, correrse, acabar.

Rúbrica con fecha de julio de 1992 en el ejemplar que me regaló David. Desechada la idea de que sea del propio Huerta, como me hace ver la escritora Verónica Murguía, se antoja saber quién fue el propietario original del volumen.

El poeta anónimo se las ha ingeniado para decirlo gráfica, elocuentemente: “echar con dulce fin cosas aparte”. Todo me parece afortunado en la frase: el doble sentido de la palabra fin, por el propósito dulce del acto sexual (primer sentido), que conduce a la dulzura de su culminación (segundo); el uso de cosas, vocablo comodín a que acudimos gracias a esa especie de indeterminación que le es propia, por la que tolera cualquier contenido de que deseemos rellenarlo, y que aquí, donde no viene mal una elegante mesura expresiva, funciona a las mil maravillas; por último, la utilización de aparte, adverbio que indica la propagación espacial que supone el clímax sexual masculino. Pero esos elementos nada serían si el poeta no los hubiera unido en una sola frase de envidiable naturalidad, un enunciado de un coloquialismo tan encantador que nos invita a repetirlo una y otra vez: “echar con dulce fin cosas aparte”.

En la mirada de aquella simpática alumna, en su reacción al descubrir el poema, en la voladura del dique que oponía a toda poesía clásica, pude medir el poder de sugerencia de aquel soneto del siglo XVI… Y no menos que eso, acompañarla en el descubrimiento gracias a un verso especialmente conseguido, resultado de un momento de feliz inspiración.

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